La gratitud


 No hay deber más perentorio, dicen los sabios, que el de dar las gracias.  La gratitud es una de esas virtudes humanas que hay que cultivar en la vida para merecernos el aprecio y la buena estima.  Como educadores no podemos hacernos de la vista gorda y descuidar un valor que es casi una virtud cardinal. 

Eduardo Blandón

 Desde pequeños a los niños hay que educarlos a pedir las cosas con amabilidad y a agradecer los dones que los padres ofrecen con sacrificio.  Hay que enseñar que lo que se tiene es un regalo de Dios (a veces inmerecido) y que, por tanto, el que lo recibe debe sentirse dichoso y afortunado.  La gratitud debe estar en la punta de la lengua y debe insistirse en cómo hace bien esa actitud humilde de agradecer los favores.

Enseñar la gratitud pasa por crear espacios que le permitan al niño (o al adolescente) mostrarse contento con lo que recibe: un vaso de agua, el aire que respira, una clase dada, un regalo del padre, la bondad de quien lo atiende en casa, el buen clima… Hay que ser constantes en evidenciarle a los jóvenes las muchas bendiciones que se reciben a diario y lo bien que hace decir «gracias».

Nada más desagradable que una persona que cree merecerlo todo y, orgulloso, es incapaz de una buena palabra con quienes le hacen bien.  De una persona así­ no se puede esperar nada y sin duda no será extraño que en el futuro se olvide de sus padres, ignore a sus maestros y sea desagradecido con quienes le dan trabajo y le hacen favores.  Esa persona es un saco sin fondo del cual hay que huir so pena de ser explotado y nunca reconocido.

La gratitud es una virtud humana que va más allá de la religión o la condición social.  Dar gracias demuestra simplemente buena humanidad, sensibilidad y muy buena educación.  Un hijo que es agradecido honra profundamente a sus padres.  Si de religión se trata, sin embargo, los cristianos deberí­an ser agradecidos por naturaleza.  Ellos celebran la «Eucaristí­a» que es, por definición, una «acción de gracias», y tienen por ejemplo a Jesús que con frecuencia elevaba los ojos al cielo para dar gracias a Dios por lo recibido.

 De modo que la moraleja es cultivar la gratitud todo el tiempo de nuestra vida.  La siguiente historia demuestra lo rentable que con seguridad resulta ser agradecidos:

«Un pobre esclavo de la antigua Roma, en un descuido de su amo, escapó al bosque. Se llamaba Androcles.

Buscando refugio seguro, encontró una cueva. A la débil luz que llegaba del exterior, el muchacho descubrió un soberbio león. Se lamí­a la pata derecha y rugí­a de vez en cuando. Androcles, sin sentir temor se dijo:

– Este pobre animal debe estar herido. Parece como si el destino me hubiera guiado hasta aquí­ para que pueda ayudarle. Vamos, amigo, no temas, vamos…

Así­, hablándole con suavidad, Androcles venció el recelo de la fiera y tanteó su herida hasta encontrar una flecha profundamente clavada. Se la extrajo y luego le lavó la herida con agua fresca.

 Durante varios dí­as, el león y el hombre compartieron la cueva. Hasta que Androcles, creyendo que ya no le buscarí­an se decidió a salir. Varios centuriones romanos armados con sus lanzas cayeron sobre él y le llevaron prisionero al circo.

Pasados unos dí­as, fue sacado de su pestilente mazmorra. El recinto estaba lleno a rebosar de gentes ansiosas de contemplar la lucha.

Androcles se aprestó a luchar con el león que se dirigí­a hacia él. De pronto, con un espantoso rugido, la fiera se detuvo en seco y comenzó a restregar cariñosamente su cabezota contra el cuerpo del esclavo.

– ¡Sublime! ¡Es sublime! ¡César, perdona al esclavo, pues ha sojuzgado a la fiera! -gritaron los espectadores.

El emperador ordenó que el esclavo fuera puesto en libertad. Lo que todos ignoraron fue que Androcles no poseí­a ningún poder especial y que lo ocurrido no era sino la demostración de la gratitud del animal…»