Juan B. Juárez
Breve e intensa es ahora la pintura de Ricardo Silva, que en su nueva serie, «Rapsodias», concentra su vitalidad casi explosiva en pequeños fragmentos que registran con exactitud los arrebatos emotivos provocados por la «música» de la gran ciudad. No se trata, en su caso, de la ingenua pretensión de traducir los sonidos a colores para pintar la excelsitud de la música, sino de registrar, como si de un sismógrafo se tratara, la experiencia de estar imbuido (arrebatado, poseído, sin clara conciencia de sí) en una urbe bulliciosa, a merced de su ritmo trepidante.
Como se ve, se trata, más que de un tema rebuscado, de una experiencia común y cotidiana, pues, como todo el mundo sabe, es la ciudad con sus infinitas solicitudes la que impone su ritmo a los ciudadanos más bien desprevenidos. En efecto, es el movimiento urbano, ahora desenfrenado, el que agita la respiración, los latidos y los gestos; el que pauta los pasos, los guiños y los suspiros; el que concatena los pensamientos, los sentimientos y las palabras; el que desata las alegrías, los desencantos y las angustias; el que ordena el desarrollo de las historias de acuerdo más con el ritmo espasmódico de los semáforos y los horarios de trabajo que con el tiempo interno de los verdaderos acontecimientos.
Es por eso que sus «rapsodias» parecen surgir de una fuerza interior que ha sido desencadenada por múltiples estímulos simultáneos que no pueden ser sentidos y expresados linealmente sino que más bien se acumulan hasta un punto de saturación que sólo se resuelve con su expulsión violenta en un momento de exasperación, de inspirada exasperación en el caso de Silva.
Quizás eso explica lo mucho de gestual que tienen esas «rapsodias»: son verdaderos arrebatos que, a pesar de surgir del interior, no tienen el carácter de un íntimo desahogo lírico sino que son la fragmentaria e inevitable expresión espontánea del tumulto de emociones encontradas que nos ata, en cada momento, a la épica absurda y anónima de la vida urbana. De ahí los trazos enérgicos y rítmicos que se superponen no en una simple repetición del gesto sino en el crescendo de una emoción que se destaca sobre el fondo de un silencio blanco y vacío, o bien que se prolonga y resuena en una atmósfera poblada de ecos y reflejos.
He dicho que es una pintura que surge del interior, pero habría que puntualizar que se trata de un interior muy peculiar que no se define en contraposición a un exterior al que refleja, reflexiona o poetiza, sino de un interior socavado por la fuerza y la insistencia de lo exterior, de un interior creado por una especie de erosión que desgasta la superficie de una intimidad que no puede absorber y procesar tal cantidad de estímulos simultáneos frente a los cuales se limita a reaccionar.
Si se ha de mantener el símil de la pintura de Silva con la música no será con la música melódica tradicional sino con la música concreta y electroacústica, que parte de los sonidos sociales y ambientales objetivamente aprehendidos para recomponer algo así como un paisaje sonoro. Si este es el caso, el trabajo pictórico de Silva se vuelve incluso muy realista: poner en estructura significativa -componer? los elementos visuales objetivos y concretos recolectados en la experiencia de la inmersión controlada en la vida urbana.
Sin embargo, habría que reconocer que este no es ese el caso, aunque su intención artística ante el tema no está del todo exenta de pretensiones de objetividad, sobre todo en el sentido de que su obra no es caprichosa ni delirante sino que tiene su razón de ser y su punto de comunicación real en una experiencia compartida con la comunidad: la vida en la gran ciudad es quizá la extravagancia que define nuestra contemporaneidad.