Juan Carlos Rodríguez
A Jorge Herralde, editor y propietario de Anagrama, le gusta citar a Olivier Cohen: «Un editor no debe ser juzgado por los buenos libros no editados, sino por los malos que publicó». La frase no carece de lógica, pero tampoco esconde el problema: ¿por qué hay editores que eligen los malos en vez de los buenos?
El enigma editorial no tiene solución: nadie sabe por qué un libro triunfa, por qué una novela se edita y fracasa o se rechaza y, con el tiempo, acaba vengándose de los editores que la tiraron a la basura. Rechazar, sin embargo, es el destino infausto de las editoriales. Siempre, y con la crisis más aún.
La historia de las novelas rechazadas es tan amplia que daría para una enciclopedia sobre la historia de la edición. De la edición, sí; y no como parecería más depuradamente «de la no-edición», porque si hablamos de «rechazos» célebres es porque, a la postre, esas novelas han acabado triunfando.
Primera moraleja: afortunadamente, no todos los editores son iguales. Todos coinciden, sin embargo, en que en general se les escapan muy pocas obras maestras, pero la historia de la literatura está sembrada de errores. Aunque algunos, muy célebres, corregidos a tiempo.
Desde «Cien años de soledad» a «Lolita»
Carlos Barral se pasó media vida lamentando haber rechazado publicar «Cien años de soledad» de Gabriel García Márquez. André Gide, que trabajó de lector para Gallimard, devolvió «En busca del tiempo perdido» al editor con un comentario del que se arrepintió más tarde: «No puedo comprender que un señor pueda emplear treinta páginas para describir cómo da vueltas y más vueltas en su cama antes de encontrar el sueño». En definitiva, la obra maestra de Marcel Proust le parecía un tostón con magdalena.
Los editores que leyeron el original de «Lolita», le recomendaron a Nabokov encerrarlo bajo siete llaves. Salvando las distancias del sexo tabú a la timorata política, lo mismo le pasó a Camilo José Cela con «La familia de Pascual Duarte».
Richard Brautigan tuvo tiempos de best seller y pop star gracias a los tres millones de ejemplares vendidos de su inclasificable novela/poema en prosa «La pesca de la trucha en América»; pero aquí, el escritor norteamericano nos interesa por un célebre fracaso: el continuo «no» de los editores a publicar su primera novela, «El aborto», y su consecuencia: inspiró una biblioteca de novelas rechazadas en Burlington (Vermont), en donde cualquiera puede depositar resignado y vencido su manuscrito por siempre inédito. Sirva de consuelo.
El rechazo a Harry Potter
Aunque la novela de Brautigan, un icono más tarde olvidado entre lo beatnik y el folk-rock, vio la luz, entre otras por la extinta editorial mexicana Extemporáneos que, en 1972, publicó su única traducción al castellano. La Richard Brautigan Library es territorio sagrado en Bartleby y compañía, exordio entre ficción y realidad de escritores de un único libro y luego sumidos en el silencio, de Enrique Vila-Matas, un autor que también sabe mucho, o eso dice, de rechazos.
A veces, repasar las más famosas injusticias, «desahogarse evocando», como dice Vila-Matas, por ejemplo, que «Dublineses», de James Joyce, fue rechazado por 22 editoriales, o, más recientemente, acordándose de que a J. K. Rowling le rechazaron diez veces su primer manuscrito de «Harry Potter» -es decir, lo mismo da el día que la noche- antes de que fuese aceptado por Bloomsbury.
Poca gente sabe es que en España siguió el mismo camino bacheado, quedándose al final con la saga la mínima Salamandra. O que, del mismo modo, el manuscrito de «El código Da Vinci» acabó en España en la joven Umbriel una vez que lo rechazaron todas las grandes. Una a una.
Los Nobel tampoco se libran del rechazo
O bien citando, como hace Vila-Matas, la carta que recibió Oscar Wilde por «El abanico de Lady Windermere»: «Mi estimado señor, he leído su manuscrito. Ay, mi estimado señor». La Nobel Doris Lessing jugó en 1981, cuando ya era más que famosa por el éxito de El cuaderno dorado, una broma editorial al enviar con el pseudónimo de la inédita Jane Somers una novela a varios editores.
Todos la rechazaron, episodio narrado por la propia Lessing, que llegó a publicar hasta las cartas de la vergí¼enza, denunciando así algo más que la situación difícil de un escritor desconocido: sino que, en realidad, no se atendiera a la calidad de la obra misma.
No es, por supuesto, el único Nobel. Imre Kertész fue un escritor tardío que empezó a concebir su primera y más popular novela, Sin destino, cuando «había acabado todo cuanto podría llamarse la acumulación de la experiencia vital o de la filosofía de la vida». Así lo expone en el prólogo de la edición de dicha novela en Círculo de Lectores Adan Kovacsics, traductor de buena parte de la obra del autor húngaro en español.
Pues Kovacsics cuenta cómo esa novela, donde se narran las experiencias de un adolescente en el campo de concentración de Auschwitz, ocupó nada menos que 13 años de la vida de Kertész y que éste no lo tuvo fácil a la hora de publicarla. Obtuvo el rechazó editorial y, cuando finalmente llegó a los lectores en 1975, fue recibida con frialdad.
¿Por qué algunas novelas francamente malas se publican?
Mario Puzo tenía 5 hijos, «un trabajo de mierda» y varias novelas rechazadas, aunque seguía soñando con convertirse en el nuevo Kafka. Así que, en un rapto de resignación, decidió escribir una novela banal, El padrino, que para su sorpresa lo haría famosísimo, millonario e inmortal.
Escribir es resistir, pero hay casos en los que el combate parece demasiado duro, demasiado inclemente. «Â¿Por qué algunas novelas francamente malas se publican y venden fácilmente, mientras que hay buenos autores y libros hermosos que no consiguen ni siquiera ser editados?» í‰sta es una pregunta capciosa que, por ejemplo, se hace Rosa Montero.
A veces no hay explicación. Lampedusa se murió sin ver publicado «El gatopardo». Ni respuesta alguna. Durante la década de los cincuenta, Philip K. Dick escribe frenéticamente, como hizo toda su vida por otra parte. En seis años escribirá hasta ocho novelas de ficción, ambientadas casi todas en California, y las va enviando por correo a todas las editoriales que conoce en Nueva York.
Para su desdicha, debe recoger cada semana en el buzón escuetas notas del tipo: «Señor Dick, su novela es muy interesante, pero no se adapta al perfil que buscamos en estos momentos. Manténgase en contacto».
Más ejemplos
John Grisham estuvo a punto de ser lo que en realidad quería: jugador de béisbol profesional. Ha acabado siendo el emperador del thriller jurídico (225 millones de ejemplares vendidos en todo el mundo y traducido a 29 idiomas), pero el fracaso inicial de Tiempo de matar, que en 1989 significó su debut tras ser rechazado por un sinfín de editoriales, estuvo a punto de condenarle a seguir con el beisbol, al menos intentándolo.
John Fante también pertenece a esa estirpe de semimalditos que cuentan con un nutrido club de fans (con Charles Bukowski a la cabeza, como presidente honorífico). Fue uno de tantos a quienes se tragó, como guionista, el monstruo de Hollywood. «Camino de Los íngeles», su primera novela, rechazada por la editorial Knopf y publicada póstumamente, es un espléndido método para conocer a Arturo Bandini, el alter ego de Fante. Su escritura descarnada, sin adornos, siempre irónica, no fue un plato al gusto de todos.
También se atragantó a algunos editores la de Graham Greene, que comenzó a escribir por indicación de su psicoanalista a los quince años, atrapado por depresiones e intentos de suicidio. En 1925 trabajaba como periodista y en 1926 se convertía al catolicismo. En 1927 entró en The Times y escribió su primera novela, rechazada por supuesto, Historia de una cobardía. En fin, un apelativo que, a veces, se esconde justamente detrás de la maquinaria editorial.
Los rechazos más crueles
Con evidente mala leche, y paseándose entre la realidad y la ficción, Enrique Vila-Matas cita un artículo en The Globe and Mail en el que el joven escritor canadiense Kevin Chong ? «experto él mismo en el tema del rechazo y en recibir cartas de rechazo»? cuenta que «a veces puede lograrse una negativa malvada sin una sola palabra y cita el caso de una amiga suya que envió un poema a la revista The New Yorker y éste le fue devuelto roto en pedazos, hecho trizas».
Pero el colmo, si seguimos leyendo a Vila-Matas, es narrado por el mismo autor canadiense de ascendencia china: «En un reciente viaje al país de sus antepasados, el propio Chong encontró a un amigo desolado por la carta de rechazo que le habían enviado de una revista china de economía: «Hemos leído con indescriptible entusiasmo su manuscrito. Si lo publicamos, será imposible para nosotros publicar cualquier trabajo de menor nivel. Y como es impensable que en los próximos mil años veamos algo que supere al suyo, nos vemos obligados, para nuestra desgracia, a devolverle su divina composición, y a rogarle mil veces que pase por alto nuestra miopía y timidez».
Sea como fuere, en esta materia, el mejor caso fue el de Malcolm Lowry, un autor obsesivo que vivió a tiempo completo su ebriedad. La magistral novela de Lowry, Bajo el volcán, fue rechazada por doce editoriales en un mismo año. Hoy, por cierto, es un libro imprescindible. Un libro ebrio aunque dueño de sí, como decía su protagonista, El Cónsul, de su estado en una de esas ocasiones en que había bebido hasta la sobriedad. Cualquiera que fuese el significado de lo que quiso decir.
A todos nos cuesta. Es un mundo muy difícil
«Cuando en el mundo aparece un verdadero genio puede identificarse: todos los necios se conjuran contra él». La cita es, nada menos, que de Johnathan Swift y viene a propósito por otro ilustre apestado: John Kennedy Toole, que se suicidó creyéndose un escritor frustrado en 1969 ante la imposibilidad de publicar La conjura de los necios. Años después de su muerte, su madre consiguió que una editorial universitaria de Luisiana, al menos, la publicara testimonialmente. O eso creía.
Alabado hoy por la crítica y por los lectores más exigentes, el autor de Tratado de las pasiones del alma, Manual de inquisidores y El orden natural de las cosas, o sea, el portugués Antí²nio Lobo Antunes, empezó a publicar tardíamente, a los 36 años, y su primer libro fue rechazado sucesivamente otra vez por un montón de editoriales. Hoy es carne de Nobel y afirma que el éxito no ha alterado nunca su vida, tampoco el rechazo: «Si lo que haces es bueno, todo lo que escribes va por delante de tu tiempo y no todo el mundo puede comprenderte».
A todos nos cuesta. Es un mundo muy difícil. Es complicado, como se ve, llegar y publicar. Santiago Roncagliolo, autor de Abril rojo, premio Alfaguara, afirma que «me he dado cuenta de que los escritores que sobrevivimos no somos los más talentosos sino los más tercos, los que estamos dispuestos a seguir por muy difíciles que sean los comienzos. Es un filtro por la vocación. Mi primer libro fue rechazado por catorce editoriales de cuatro países y al final nunca lo publiqué. Mientras era constante y sistemáticamente rechazado, yo me preguntaba por qué seguía escribiendo. La respuesta era que me encantaba hacerlo y que seguiría haciéndolo aunque las cosas fueran mal».
Menuda pregunta
Así, que en cierto modo, la hora llega. Como la de Idelfonso Falcones y La catedral del Mar. «Se lo envié a todas las editoriales, y fui rechazado o ignorado. Recibí cartas donde me respondían que «no encaja en nuestra línea», «no nos parece adecuado» … El impulso para conseguir su publicación se lo debo a mi agente, Sandra Bruna. ¿Cómo puede ser que, por un lado, me digan que es tan buena y, por el otro, haya tenido semejante rechazo?», se cuestiona Falcones.
Menuda pregunta. Luis Landero se pagó parte de sus estudios como tocaor flamenco ?experiencia recogida en parte en su novela El guitarrista?, una vez licenciado dio clases de Literatura Española y en 1989 publicó su primera novela, Juegos de la edad tardía, tras tardar ocho años en escribirla, y una obra que fue rechazada inicialmente por cuatro editoriales y que obtuvo luego los premios Nacional de Literatura, de la Critica, ícaro y Mediterráneo, y el Grinzane Cavour italiano.
El pintor y escritor Mariano Aguayo ha contado lo que le sucedió a Rogelio Luque. Amparado en su enorme prestigio como librero, recomendó a un editor amigo suyo de Barcelona un autor primerizo que había escrito unos relatos, quería publicarlos y no tenía quien los quisiera. Todo un clásico. El catalán, muy afectuosa y razonadamente, declinaba el honor de la publicación. Pero en la carta decía, entre cínico y realista, algo que no he olvidado. «Mire usted, señor Luque, un libro lo escribe cualquiera. Lo difícil es venderlo». Va a ser que sí. ¿O no?
Una historia de rechazos infinitos
El mismísimo William Faulkner diría que no. También se topó con el rechazo, pero con la que iba a ser su tercera novela, de la que había cobrado incluso algún adelanto, Banderas en el polvo. Pero la carta que recibió de su editor habría hundido a cualquiera: no sólo le devolvía el manuscrito de la novela, que le parecía confusa y desordenada, sino que le sugería, casi por su bien, que no se la mostrara a ningún otro editor.
Lo que hizo fue sentarse de nuevo en su escritorio y empezar un libro no ya difícil, sino casi imposible: un libro, según Antonio Muñoz Molina, que escribiría no para los editores ni para los críticos o el público, sino exclusivamente para sí mismo, como si no hubiera nada ni nadie más en el mundo, El ruido y la furia.
Como se ve, la historia de la literatura es un rechazo infinito, una ceguera increíble, retazos de malas digestiones con obras, más tarde, esenciales. Es el sino de la edición: pasó, pasa y pasará. El último es el caso de una ex empleada británica de correos cuya primera novela fue rechazada por veinte agentes literarios del Reino Unido antes de que una mínima editorial se diera cuenta de sus posibilidades: ahora ha sido galardonada con el prestigioso premio Costa Book Awards. Catherine O»Flynn, de 37 años, es la autora de What Was Lost.
¿Qué nos hemos perdido?
Y eso es precisamente lo que cuestiona el errabundo gusto de los editores: ¿Qué hemos perdido? Porque muchas novelas se han, tarde o temprano, recuperado, pero ¿cuántas se han quedado en el camino? ¿Cuántas han acabado con notables carreras literarias? ¿Cuántas esperan su oportunidad? «Las novelas rechazadas no tienen por qué ser peores que las publicadas. Es, ya digo, cuestión de suerte, de oportunidad. Pero hay muchas otras editoriales»?, responde Rocangliolo.
Será. La primera novela de Alberto Ruy Sánchez, Los nombres del aire, fue rechazada por 10 editores mexicanos y 29 ingleses. Desde que logró publicarla, en 1987, las reediciones son anuales, se ha traducido a más de treinta idiomas y es una obra de culto que ha dado pie a que la saga continúe con En los labios del agua y Los jardines secretos de Mogador, entre otras.
«Es una casualidad – admite-, cuando alguien escribe con la preocupación formal que yo tengo, obtener el favor del público». Y del editor.