Eduardo Blandón
Nunca ha sido fácil creer en Dios. Hay en nosotros cierto espíritu escéptico que nos impide dar un asentimiento fácil a las cosas religiosas. Lo nuestro es la sospecha, la duda y la incredulidad. El hombre contemporáneo es el de la evidencia y las pruebas, y, a falta de éstas, no hay nada que mueva nuestra voluntad.
Con razón la tradición cristiana insiste que eso de la fe es un don, una gracia o un regalo de Dios. Esto es: creo, no porque así lo haya decidido, como un acto libérrimo, sino porque Dios me hace ver ahí donde algunos perciben tinieblas. Es decir, asiento porque í‰l tomó la iniciativa. Dios me ha llamado y yo sólo tengo que responder.
Esa fe, sin embargo, no es un salto al vacío, una especie de «credo qui absurdum» o una fe a ultranza. Creer, según una antigua convicción cristiana, exige la razón. Por tanto, razón y fe se complementan. El hombre de fe asiente con su corazón, pero también con su inteligencia, camina buscando una luz que le ayude a comprender el plan de Dios sobre él y las demás criaturas.
A menos, claro está, que uno se adhiera al pensamiento kierkegaardiano que insiste en algo que los cristianos de tradición católica llaman «fideísmo». Para Kierkegaard el modelo de fe es Abraham (el padre de la fe). Hay que imitarlo: cuando Dios le pide el sacrificio de su hijo no hace muchas preguntas, no pide razones, sino que escucha a Dios y Le obedece. La fe consiste, según el filósofo danés, en confiar en Dios contra cualquier evidencia o prueba, un «salto al vacío», dicen algunos.
Sea como sea el acto de fe es complicado. Al hombre posmoderno, acostumbrado a las pruebas y evidencias, le es difícil tener esa fe humilde de carbonero y confiarse «a tontas y ciegas» sin apenas tener certezas. Pero en la fe son esas seguridades las que parecen faltar. Por lo visto hemos transitado de una época de cristiandad y religiosidad a otra de increencia e irreligiosidad.
El hombre de hoy, con todo, no sólo niega a Dios o practica la indiferencia religiosa, sino que en ocasiones se revela como un apóstol del rechazo a la religión. Un soldado celoso que combate con sus armas cualquier atisbo de religiosidad. Se convierte en un predicador de la negación de Dios. Lo considera cosa del pasado, resabio de la vida primitiva y algo que debe superarse so pena de ser una amenaza potencial de la civilización.
Hay motivos, a veces, por supuesto, para no creer. Hay una tradición occidental de crítica religiosa que bien vale la pena estudiar para enterarnos de los aportes a la misma fe religiosa de esos pensadores. Basta recordar las largas especulaciones de Feuerbach, Marx, Nietzsche y Freud para sentir gratitud por sus intuiciones. Las observaciones de estos pensadores respecto a una fe religiosa que parece inmadura es contundente y no hacen sino un enorme favor a aquellos acostumbrados a decir «amén» con tanta facilidad.
El presente libro de Kí¼ng, es una reflexión que va en la dirección de lo dicho hasta aquí. Quiere presentar sus razones para creer y explicar el significado de los artículos de fe que él, como católico romano, afirma en su vida. El valor del texto consiste en la oportunidad de hacer una reflexión respecto a temas que el creyente comparte o discute. No sólo puede ser positivo el ejercicio racional en católicos, sino también en Protestantes o alejados de lo religioso como un intento de conocer el imaginario en el que están envueltos esos creyentes.
Kí¼ng dice que el libro es producto de cuarenta años de trabajo teológico que le han permitido reinterpretar el Credo. Es por eso, quizá, que muchas de las comprensiones del pensador no dejan de ser como mínimo curiosas, pues su visión teológica está impregnada por teorías de las llamadas ciencias humanas (psicología, filosofía, biología, etc.) que le dan otro sentido a la interpretación tradicional. Incluso, hay que decir, esta base científica de su fe, hace que muchas de sus afirmaciones se aparten de la «clásica» explicación ortodoxa que la Iglesia ofrece en su Catecismo.
El propósito del autor lo expresa en las siguientes palabras: «En clara disposición en seis capítulos trataré de mostrar cómo se pueden entender los doce artículos del credo tradicional: ese credo que, indudablemente, no se remonta a los apóstoles pero que está inspirado en el mensaje apostólico. El nombre de Symbolum Apostolorum y la historia de sus orígenes apostólicos sólo aparecen en los alrededores del año 400. No existe una versión completa hasta el siglo V, y fue sólo en el siglo X cuando el emperador Otón el Grande lo introdujo en Roma como símbolo del bautismo en sustitución del credo niceno-constantinopolitano».
El aporte de Kí¼ng consiste en la actualización de las verdades de fe expresadas en el Credo para el hombre contemporáneo. Así, son interesantes sus reflexiones sobre el significado de la encarnación, la virginidad de María, Dios creador, la resurrección de los muertos, el Paraíso, el Infierno y un etcétera que al lector, estoy seguro, le interesará.
El teólogo suizo se pregunta:
«Â¿Hemos de creer todo eso así? ¡Sobre todo esos legendarios relatos de la Biblia sobre una creación que se llevó a cabo en seis días, sobre un Dios allá arriba, en los cielos, súper-hombre y súper-padre, de aspecto perfectamente masculino y, además, omnipotente!».
Definitivamente que no, dice. El autor invita a una fe madura en donde si bien es cierto el creyente debe responder con un «sí» al llamado divino, también está obligado a reflexionar racionalmente sobre el contenido de esa fe que profesa. No hacerlo, insinúa, es renunciar al uso de una facultad importante que Dios mismo nos ha dado.
Concluyo esta presentación con palabras que pueden iluminar lo dicho hasta aquí:
«Para Kant la existencia de Dios es un postulado de la razón práctica. Yo prefiero hablar de un acto del hombre entero, del hombre dotado de razón (Descartes) y de corazón (Pascal), más exactamente: de un acto de confianza razonable que, si no tiene pruebas rigurosas, sí dispone de buenas razones; del mismo modo que esa persona que, tras ciertas vacilaciones, acepta con amor a otra persona, sin tener, en rigor, pruebas estrictas de esa confianza suya, pero sí -salvo en los casos de un fatídico «amor ciego»- buenas razones. Mas la fe ciega puede tener consecuencias tan desastrosas como el amor ciego(…) La fe del hombre en Dios no es, por tanto, ni una demostración racional ni un sentir irracional ni un acto de decisión de la voluntad, sino una confianza fundada y, en ese sentido, razonable. Ese confiar razonadamente, que no excluye el pensar, preguntar y dudar y que concierne a un mismo tiempo al entendimiento, a la voluntad y al sentimiento, es lo que se llama, en sentido bíblico «creer»».
Puede adquirir el libro en Librería Loyola.