Carreras de carros


Arturo Arias

De niño aprendí­ a gobernar el mundo. Sabí­a de futbol porque mi papá era fanático y fue él quien me enseñó a ir por el Brasil, pues también es Latinoamérica aunque los taxistas brasileños le digan, ¿usted es brasileño o latinoamericano? Ahora vamos por el Brasil, me dijo mi papá cuando el mundial de Suecia y yo le pregunté por qué. Porque eliminaron a la Argentina, me dijo, y el Brasil es el único paí­s latinoamericano que queda en el campeonato. Nosotros siempre vamos por Latinoamérica. Brasil ganó y lo celebramos como si hubiera sido la espectral Guatepeor, porque dizque era Latinoamérica la ganadora. Poco después mi primo Manolo, mayor que yo de bastantes años, me dijo que el campeón del mundo de fórmula uno era un argentino llamado Fangio y por lo tanto los latinoamericanos eran los mejores del mundo en carreras de carros. Así­ descubrí­ los carros de carreras. Después de haber sableado a mi mamá me iba donde Biener los sábados por la mañana y compraba Dinky Toys, carritos de metal de como diez centí­metros de largo. Con mi primo me subí­a a la terraza de la casa, que era plana, planí­sima, de cemento fundido. Dibujábamos el trayecto de una pista de carreras con yeso de colores. Allí­ corrí­amos los Dinky Toys, gateando y moviéndolos con la mano hasta romper las rodillas de los pantalones. Jaguares, Ferraris, Alfa Romeos y Maseratis. Más tarde serí­an Lotuses, Coopers o BRMs.


Un dí­a mi padre, parado frente a la ventana como hací­a siempre para ver mejor el periódico, anunció que ese domingo habrí­a carreras de carros en la ciudad. No sólo eso. Las mentadas carreras tomarí­an lugar cerca de nuestra casa. A dos cuadras, para ser más precisos. Dos si bajábamos por la 13 o la 14 calle hasta la séptima avenida, dos se agarrábamos por la sexta hasta el reloj de flores. Las locuras de la farsa chapinlándica, paí­s que nunca fue.

Según el periódico vení­a Manfred Schmid, que en la foto aparecí­a con ojos de muerto y manos huesudas. Sonaba alemán pero era salvadoreño. Vení­a también Wenceslao Garcí­a y no me acuerdo quién más. Manfred Schmid iba a correr en un Jaguar igual al de mis Dinky Toys sólo que el mí­o era celeste y el de él, rojo. Era igual, decí­a mi primo, a los Jaguares de las 24 Horas de LeMans donde Pierre Levegh se mató en uno llevándose a muchos otros de corbata. Además, aunque eran hechos en Inglaterra, en realidad eran guatemaltecos ya que los jaguares viví­an en el Petén y eran el animal sagrado de los mayas. Entonces í­bamos por Manfred Schmid y su Jaguar.

Las carreras iban a ser tres. Tendrí­an la meta en la Avenida de la Liberación, cerca del preciado reloj de flores. Subirí­an por la avenida, bajando por otro lado de la misma ya que tení­a un arriate anchí­simo. Me imagino, no lo recuerdo bien, que daban la vuelta por donde estaba la estatua de Tecún Umán antes de que hicieran los pasos a desnivel. Volví­an del lado de Los Arcos, bajando hasta el redondel de la séptima avenida. Allí­ agarraban la misma hacia el norte durante varias cuadras, haciendo luego un gancho en U muy apretado y regresando del otro lado hasta la meta. Tres carreras. Habrí­a categorí­as pero no las recuerdo.

Como nunca habí­a estado en una carrera de carros, querí­a ir. Mi papá decidió llevarme de manera un tanto melindrosa. Nos fuimos caminando, él y yo solitos, él siempre envuelto en su silencio obtuso, luciendo su boca torcida de enojo permanente. Mi mamá quedó de llegar más tarde con mi hermanita quien tendrí­a entonces como tres años. íbamos por la sexta, hacia la Avenida Liberación, cuando en medio del rugido ensordecedor que lo encerraba baboso a uno dentro de una nube hermética de claqueteos metálicos que aislaba el resto del mundo pasaron zumbando todos los carros. Dijo mi papá que habí­an recorrido toda la sexta avenida desde el Parque Central.

En ese entonces yo le creí­a todo. Ahora tampoco es como si haya mucho que creerle pues ya no dice nada. Pero eso es ahora. Antes sí­ hablaba. Más cuando chupaba desde luego. Hablaba sin parar hasta quedarse ronco, afónico, eructando aire y la estocada se le olí­a como a un kilómetro de distancia. Pero incluso cuando no chupaba, hablaba. Siempre como si estuviera regañando, pero hablaba. Hablaba regañando como si cada palabra fuera un cinchazo, haciendo mala cara mientras las pronunciaba como si le doliera el alma al enunciarlas y estuviera en huelga de sonrisas. Además, con el bigote negro y los anteojos de carey parecí­a regañón incluso antes de regañar. Severo, achinando los ojos como quien anticipa pelea, torciendo la comisura de la boca para abajo mientras se arrancaba los pelos del pecho a manotazos de orangután de engorde. Eran bigotes de policí­a español aunque de niño nunca estuve en España y no sabí­a como eran los bigotes de los policí­as españoles. Me dijo con su hablar regañado que los carros vení­an desde el Parque Central rugiendo sus poderosos motores como si todos fueran jaguares, aunque no todos eran Jaguares. De todos colores, eso sí­, y de verdad tení­an números negros pintados dentro de grandes cí­rculos blancos y los pilotos llevaban cascos y anteojos.

Llegamos a la avenida. Nos paramos. Empezó la primera carrera. Los carros pasaban a escasí­simos metros de donde estábamos parados. No habí­a barreras protectoras de ningún tipo en caso de que uno se saliera de la pista como Pierre Levegh en LeMans. Guate es Guate. Zumbaban y yo allí­ paradito con carota de baboso, viéndolos a escasí­simos centí­metros de la camisa dominguera a toda velocidad, sintiendo el intenso viento de su fulgurante paso en el aleteo frí­o de la brisa agitando los pantalones flojos cada vez que pasaban, acompañado de la bofetada que nos pegaba el humo del escape oliendo a huevo podrido. ¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! Uno tras otro, tan rápido, ya ni se sabí­a quién ni cuándo. Después la gente se atravesaba la calle como Pedro por su casa y salí­an los vendedores de todas partes con papalinas maní­as a cinco la bolsa, cuquitos o rodajas de naranja con chile igual a las del estadio de fut, sólo que éste no era el estadio de fut sino la calle, donde ahora habí­a carreras sin barrera alguna, carros a centí­metros de la piel.

Ni cuenta me di cuando terminó la primera. Ganó un salvadoreño porque los guanacos siempre le ganan a los chapines. Bueno, todos le ganan siempre a los chapines. En todo. Lo único ganado por la Guatehorror en toda su tristona historia es el campeonato mundial de desaparecidos, de asesinatos y de corrupción, pero le dije que de eso no le iba a hablar por irracional que pueda parecerle a estas alturas de mi escabrosa vida.

Ahora que me acuerdo, la selección de Guate, la del Grillo Roldán y Guayito de León, le ganó a Checoslovaquia en los octavos de final de las Olimpiadas de México en 1968. Fue memorable, primera y última. Desfiló la selección por toda la séptima avenida cuando regresaron. Yo fui a verlos. Mis papás describieron el espectáculo como cuando Mateo Flores ganó la maratón de Boston en 1952 y también regresó con desfile del aeropuerto hasta su casa. Desde entonces quise regresar con desfile desde el aeropuerto hasta mi casa pero no me habí­a ido todaví­a, y no tení­a todaví­a por qué regresar. Fue sólo después cuando aprendí­ que a la Guatepatria malandrina ya no se podí­a regresar nunca con desfile o no si se era alguien como yo.

Empezó la segunda carrera. En ella iba el Jaguar de Manfred Schmid. Lo vi pasar en primer lugar mientras subí­a la avenida Liberación. No vi el banderazo de salida pues mi papá no quiso caminar hasta allí­. Mi papá era así­. Terco, abúlico, mandón y de malas pulgas casi siempre, por lo cual no se le podí­a decir casi nada casi nunca. Yo era chiquito todaví­a y tení­a que aguantarme. Estábamos parados en medio de ese arriatón enorme entre las dos ví­as de la Avenida Liberación, pues antes de comenzar la carrera nos atravesamos para ver pasar los carros de los dos lados. Veí­amos pasar al atigrado Manfred Schmid en su Jaguar rojo en primer lugar hacia Tecún Umán y después regresando por el otro lado, por los arcos, siempre primerí­simo. Manfred Schmid, otra vez Manfred Schmid pasando por aquí­, pasando por allá, siempre de primero Manfred Schmid, hasta que sucedió lo del platanazo.

No lo vi bien. Vení­a bajando por los arcos y fue cerca de la avenida Hincapié. Yo me distraí­a, era chiquito. De pronto vi al hombre en el aire como si fuera piñata, rechinidos lacerantes. La gente gritó, corrió. Nosotros, en medio del arriate ya no vimos nada más. Quise correr también, pero mi papá, hinchados los bí­ceps, me tení­a agarrado de la mano y no se movió. «No,» me dijo, «es muy feo.» «Qué cosa,» le pregunté. «El muerto.» Dijo estas dos palabras como si le renovaran todo el dolor de su existencia, la vista perdida en un horizonte inatrapable. Me enteré así­ del muerto. El hombre piñata era hombre muerto. Entonces me explicó. El hombre se atravesó la calle y vení­a Manfred Schmid. El carro de Manfred Schmid lo atropelló y voló por los aires. Cayó de cabeza al asfalto. Me impresionó pero sabí­a ya que si uno se atravesaba lo podí­an atropellar y habí­a visto las fotos de los periódicos leí­dos siempre por mi papá en las mañanas, parado hieráticamente en su cuarto, frente a la ventana. En las fotos sólo se veí­an bultos cubiertos por una sábana blanca con alguna mancha grisácea, la sangre, pero yo ya sabí­a que eran atropellados y tení­a la curiosidad acerca de la abundancia de sábanas blancas con tanto atropellado saliendo en los periódicos.

La carrera siguió, pero oí­ comentarios de que Manfred Schmid no pudo seguir y no ganó la segunda carrera. Dicen que dijo que después de matar a alguien ya no podí­a seguir y se paró. Pero el carro estaba bien e iba ganando. «Fue por conciencia,» me dijo mi papá. «A diferencia de otros.» Las venas del pescuezo se le hinchaban al decirlo. Un sudor espeso le empapaba la frente.

La fiestonga se alegró cuando apareció mi mamá, la única sonriente, con mi empurrada hermanita que andarí­a con tres años como ya lo mencioné. Habrán quedado a alguna hora y en algún punto convenidos. Se encontraron como si tal cosa, en medio del arriatón de la Avenida Liberación, entre la segunda y la tercera carreras. Mi papá le contó del accidente. Mi hermanita, que de tan morena le decí­an «la negrita,» llevaba vestidito corto bien parado. En esa época las niñazas se poní­an fustanes con alambre dejando las faldas de pliegues casi horizontales. Tení­a zapatitos de charol de trabita. Mi mamá con falda larga, beige, floja, y zapatos de tacón alto a pesar de ser domingo, pues en esa época, se lo dije ya y me repito, las mujeres todaví­a no se poní­an zapatos tenis en los Guateques, aunque ya se oí­an comentarios de cómo se vestí­an las de Miami por las fotos publicadas en Life en español. También usaba anteojos oscuros en forma ovalada con unas alitas de cisne blancas en las puntas. Pero no le gustaba asolearse porque la piel se le curtí­a empañando su blancura y se empezó a quejar del sol bien rápido aunque nos compraron helados a los dos, pues los heladeros de los Helados Recari andaban empujando sus carritos por todas partes con las campanitas anunciando los diferentes sabores, sin que fuera con ellos la hija del señor Recari, desde luego, la que enamoraba mi primo Manolo. Mi hermanita una cornucopia de chocolate, yo un vasito de frutas.

Iban ya las vueltas y más vueltas de la tercera carrera. Mi mamá dijo que estaba aburrida, la mareaba el run run previsible de tanto carro. Yo no me aburrí­a pero no sabí­a cómo decí­rselo. Reinaba gran confusión en mi mente y creí­ que ella lo decí­a porque no tení­a Dinky Toys y era mujer. En esa época yo diferenciaba mucho las cosas de hombre y de mujer. Así­ me lo habí­an enseñado, así­ lo hací­an todos a mi alrededor. Eran los cincuenta y era Guate. Imagí­nese. De niño yo creí­a ser el centro del mundo y que los raros eran los demás. Shó trancazo el que me llevé al enterarme de las verdades verdes de Alá, ah la chucha.

En algún momento, luego de que no le compraron algodón de azúcar, mi hermana hizo un gesto con la mano como si intentara borrar alguna invisible realidad. Enseguida se arqueó y comenzó a aullar con fervor, toda su cara la enorme boca sholca abierta. Me enojé e intenté callarla con grito cortante que marcaba de manera clara la jerarquí­a de los hermanos. Mi mamá sin embargo le dio la razón porque también encontraba sofocante la calurosa mañana y le dio a mi padre una de esas intensas miradas inapelables. Al verla, él se irguió y decidió ser la hora de irse. Yo me encerré en un rencoroso silencio.

Estábamos arremolinados en el arriatón de la Avenida Liberación. Para poder irnos era necesario cruzar la calle. Suena fácil decirlo pero el problema era que la tercera carrera no habí­a terminado. Mi mamá llegó entre la segunda y la tercera así­ que no tuvo problemas en atravesar. En medio de la carrera era más difí­cil. Como solución inicial mi papá, quien habí­a perdido buena parte de su í­mpetu en el transcurso de la mañana y se le hací­a un hilito de baba por la comisura de los labios retorcidos, cargó a mi hermanita. Mi mamá me agarró de la mano. Ella abrí­a camino y él nos seguí­a dócil cargando el pequeño bulto que pese a sus arcadas no aminoraba los sollozos.

Juzgaron el momento adecuado de cruzar y nos lanzamos, bien plantadas las nalgas galopantes. Yo adelante, de la mano de mi mamá, mi papá detrás cargando. No vení­a nada, í­bamos de lo más bien a media calle. Avanzamos apenas unos metros más cuando oí­ el cuentazo del somatón. Mi mamá y yo nos volteamos al mismo tiempo. Mi papá seguí­a cargando a mi hermanita pero ahora estaba sentado en medio del asfalto. Llevaba los mismos zapatos de calle de todos los dí­as porque no se cambiaba los fines de semana. Tení­an las suelas completamente lisas. No como los de ahora, con suelas gruesas cortadas en formas caprichosas como llantas vulcanizadas. Bajo el musculoso pie eran lisas, una tira de cuero ordinario. Parece, y eso lo supe sólo después, que al frotar las suelas toda la mañana en la hierba húmeda se pusieron resbalosas. Total, mi papá se resbaló en el asfalto y se dio tremendo sentón, cayendo como lo vi de reojo, magní­fico, reposando las posaderas a media calle, todaví­a cargando a mi hermanita, la cara inexpresiva. Mi mamá deslizó un grito histérico, «Â¡Eulogio!», frenó su marcha y se dio media vuelta para ayudarlo a levantarse. Pero como ya le dije, eran los tiempos cuando las mujeres hasta para salir los domingos se poní­an tacones altos. Con la suela lisa y resbalosa a pesar del menor tiempo de contacto con la hierba y tan poca superficie de contacto con el suelo, el gesto brusco la hizo caer también sentada en el asfalto al lado de mi padre. No sé ni de dónde me vino el instinto pero me vino por algún lado. Se me salió retorcido. Como hechizado, solté la mano de mi madre y corrí­ hasta la otra orilla, la cual se me presentaba como algo vago, previsible pero novedoso. Ellos se quedaron allí­ sentados en medio del pernicioso griterí­o ofuscante de la gente que me hací­a sombra, los ojos inmensos. Oí­ el inminente pugido del carro. Nunca supe cómo lo alcancé a ver desde mi enceguecedora posición dónde terminaba la banqueta y comenzaba ese gris más oscuro del asfalto aspirando sudores ajenos, mi madre parándose a toda prisa. Se estiraba en sus tacones altos, mi padre detrás. Todaví­a yacente levantó a mi hermanita. Se pararon. El carro ya vení­a. Todos regurgitando gritos roncos. Yo no. Lo veí­a como si no fuera conmigo la cosa. Como pelí­cula. O como fragmentos tasajeados de una, combinados de manera caprichosa como si fueran múltiples objetos. En uno, mi madre hacia arriba como atleta recién salido del punto de arranque con las piernas dobladas en ambas rodillas, los brazos firmes al lado como gaviota, los puños cerrados. En otro, mi padre apoyándose en su brazo izquierdo para levantarse, mi hermanita con su fustán parado molesta por el reflejo del sol más que por la caí­da, taciturna, todaví­a en su brazo derecho. En otro más, el carro convertible kaki acercándose, su piloto con casco de plata relumbrando de mala manera por el sol. En el siguiente, mi madre se acerca hacia mí­ hipando, mi padre avanza como trompo, a los tumbos, medio dando vueltas, con mi hermanita todaví­a en su brazo derecho como el niño dios en el hombro de San Jorge, el viejo frunciendo el ceño como enojado en vez de asustado, o bien padeciendo de hemorroides. El carro kaki va directo hacia su festejado culo y ni parece disminuir la velocidad ni darse cuenta siquiera de que hay moros en la costa. En el penúltimo, mi madre a mi lado gritando «Â¡Mijito!» como si el imprudente, hubiera sido yo, el relamido miedo en sus ojos, hipando semiahogada, las manos crispadas. Mi padre como con estertores todaví­a detrás, el carro kaki parecerí­a remodelarle el culo, mi hermanita siempre empurrada, como si viviera en algún ensimismado estado infantil que le impidiera la alegrí­a. Distingo los lentes oscuros de mi madre en el asfalto a escasos centí­metros de las groseras llantas del carro kaki que pasan casi rozándolos, coronando así­ su baile. Los anteojos, arrogantes, indiferentes ante el peligro. En el último, mi madre diciéndole a mi padre, «Vaya que se atravesó y no se le ocurrió venirse a ayudarme a levantarme…»

Comprendí­ que ése era yo y me ruboricé. Me di cuenta que nunca se me ocurrió darme siquiera media vuelta y tenderle la mano a mi madre. Me seguí­ de largo pensando sólo en mí­, sólo en mí­, yoí­smo, indiferente a las dentelladas del riesgo ajeno, si bien en este caso el riesgo no era tan ajeno. Eran mis padres. Sin embargo en el momento de apremio yo los viví­ como extraños desconocidos en su vituperable caí­da medrosa, haciéndose notar públicamente, tarados, vulgares, falibles en su mansa entrega. Admitirlo era una miseria sin nombre. Cautivado me sumergí­ en el silencio. No grité, no me agité, no abusé de gesticulaciones, nada engendró mi pena. Era como si anduviera aplomado, sin querer que eso tuviera que ver conmigo. Le temí­a al contagio. Querí­a borrar la mantecosa pelí­cula. Yo no me caerí­a nunca. Era señal de reprochable debilidad. Me señalaba la proximidad de una misteriosa nada, retortijón que querí­a evadir a cualquier costo. No se me ocurrió que para casi cualquier otra persona lo normal hubiera sido darse la vuelta y extender la mano de apoyo, de solidaridad, de ayuda, la fibrosa mano hermanando la consanguinidad.

Más o menos en ese momento un jovenazo buen mozo se acercó a mi madre y le entregó sus anteojos. Ella todaví­a consiguió decirle, «Muchas gracias, muy amable de su parte.» Al mismo instante una vieja desdentada con un manto negro gritó como bestia herida desde dentro de esa histriónica masa agitada como hormiguero picado que nos rodeaba: «Â¡Brutos! ¡Imprudentes! ¡Cómo se atraviesan así­ nomás!»

Ya no supe si ganó Wenceslao Garcí­a en su Triumph TR-3. Sin embargo, la siguiente vez que pasamos donde Biener me compré un Triunfito café. Estaba allí­ entre los Dinky Toys aunque fuera marca Georgy, y cuando reproducí­a carreras de carros en el jardí­n de mi casa el Triunfito café lo llevaba siempre Wenceslao Garcí­a y le pegaba a los muñecos de plasticina que volaban por los aires como piñatas mientras yo sonreí­a de perverso placer.

* Fragmento de la próxima novela de Arturo Arias, la cual se titulará «Arias de don Giovanni».