La mañana de ese domingo cuando mi madre de 87 años de edad agonizaba, llegó uno de mis hermanos a la casa donde vivimos y de inmediato reclamó que la lleváramos de urgencia a un sanatorio o que llamáramos a un médico para que le suministrara oxígeno y le colocara determinadas sondas cuyos tecnicismos científicos ignoro.
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Pese a que han trascurrido 14 años de esa radiante mañana dominical, todavía se me empañan los ojos al recordar que le dije a mi hermano: -No; ya sería hacer sufrir mucho más a mi mamá, y por eso hoy temprano nos reunimos con mi mujer y nuestros hijos en torno a su cama, para rogarle al Señor que nos haga el favor de disponer de su vida, para que encuentre el descanso de su cuerpo y de su espíritu.
Dos horas más tarde, acaso, Mamá Limpa expiraba en brazos de Magnolia, su nuera que tanto le sirvió y amó. Leve y silenciosamente lloro cuando escribo estos apuntes, pero no me arrepiento de la decisión tomada, porque mi madre -como yo- nunca quiso verse sometida a un tratamiento doloroso e inútil en el ocaso de su vida, después de haberse agotado las instancias médicas posibles.
Mi memoria evoca esos nostálgicos momentos al leer un despacho de prensa firmado por Gina Montaner y publicado en El Nuevo Heraldo, en torno a la polémica que desató en Italia y en otros países del mundo la resolución adoptada por Beppino Englaro de emprender la más dura de las batallas para un padre: liberar a su hija de la humillación física del coma irreversible y las miserias diarias del cuerpo inerte sobre un colchón.
Como posiblemente usted está enterado, Eluana Englaro tenía 38 años cuando murió el pasado 9 de este mes en una clínica al norte de Italia, 17 años después de haber sufrido un trágico accidente automovilístico que la dejó inconsciente, en condiciones que fueron -tal como lo han descrito las autoridades de Sanidad Pública de Italia que la vieron antes de fallecer- diecisiete años de atrofia, escaras en cada rincón de la piel, tubos, agujas, supuraciones. «El vacío de la nada -precisa Montaner- y Eluana robada para siempre de su vitalidad contagiosa» que mostraban las fotografías que de ella se divulgaron, captadas antes del grave accidente.
El recuerdo de Eluana Englaro se conserva documentalmente en un puñado de fotografías que los diarios publicaron durante las últimas semanas previas a su muerte. Una muchacha sonriente y de facciones agradables, con la melena larga y tan oscura como sus espesas cejas. Eluana ríe abiertamente en todas las instantáneas antes de un fatídico accidente automovilístico que la postró en la cama de un hospital en estado vegetativo.
La decisión de Beppino Englaro de poner fin al martirio de su hija provocó un agudo debate entre quienes apoyaban al padre de Eluana y los que se oponían rotundamente a la muerte asistida de la mujer que nunca dejó de ser joven, pero sin darse cuenta de su juventud.
A punto estuvieron Silvio Berlusconi, el primer ministro de Italia, y el Vaticano de lograr, una vez más, doblegar el Estado laico ante el dogma religioso, pretendiendo abortar -puntualiza el despacho noticioso- lo que finalmente los tribunales le permitieron al señor Englaro: que en la casa de reposo La Quiete un equipo de expertos siguiera el protocolo médico para, de una vez, ayudar a su hija en el tránsito de la vida a la muerte, que en este caso era un paso corto, leve, imperceptible, porque desde hace casi dos décadas la existencia de Eluana era un despojo. Aunque su corazón latía ya nunca más amaría ni ella pasearía por las calles, ni abrazaría a sus amigos ni reiría como le gustaba. Una risa sonora y desenfadada antes de 1992.
Admiro a Beppino Englaro -revela Gina Montaner-, y cuando ahora llora por la tensión y la burda manipulación de un «cavalieri» (Silvio Berlusconi) que en su vida se ha comportado como tal, lloro con él porque no hay nada más doloroso que perder a un hijo. Sólo que Eluana y su risa ya se habían despedido de la vida hace diecisiete años. Su padre, que tanto la ha amado hasta el final, se ha limitado a decir: «Ya ha terminado todo».
(El creyente Romualdo Tishudo lee en el salmo 36, versículo 7: ¡Cuán preciosa, oh Dios, es tu misericordia! Por eso los hijos de los hombres se amparan bajo la sombra de tus alas). Â