Raúl Berzosa: Parábolas para una nueva evangelización


Eduardo Blandón

Las parábolas son un recurso ingenioso aprovechado por los cristianos desde sus orí­genes. Constituyen esa manera fácil y directa de comunicación que permite el acceso a realidades más allá de lo estrictamente literal. Quien utiliza la parábola no quiere dejar fijo en la mente del interlocutor un dato, sino la oportunidad para una aproximación a lo infinito.


Es paradójica la parábola: por un lado aparece humilde y sin mucha dificultad y, por otro, no permite recoger el fruto de manera inmediata. Quien lee una parábola sabe que su interpretación exige trabajo y su significado se esconde tras la escritura. Captar sus enseñanzas es cuestión de tiempo porque sus raí­ces requieren reflexión y renuncia a ese modo muy occidental de racionalizar todo.

La comprensión de las parábolas es cuestión del corazón. Una historia de esta naturaleza no apunta a la razón teórica, sino a la facultad del infinito. Hay una inteligencia que más allá de las operaciones especulativas, capta las intuiciones trascendentes y nos acerca a lo vital. Quien tiene ejercitada esta capacidad, los humildes de corazón, pueden entender las parábolas, los demás, dirí­a el Maestro, son «sordos». No escuchan los que creen que la realidad sólo puede comprenderse desde un sólo ángulo: el de la razón… «pura».

Desde esta perspectiva, mal harí­a un educador si con cierta regularidad no expone a sus discí­pulos al desafí­o de las parábolas. Sólo en el ejercicio constante de esta otra dimensión es posible alcanzar el verdadero saber de la vida. Quien sólo presume manejar datos y ufanarse en el saber conceptual conoce menos de la mitad de la existencia y está expuesto a la fantasí­a y la infelicidad. La alegrí­a de vivir está en otro lado, ésta nos la revela las parábolas, se esconde, misteriosa, pero gozosa, tras una historia.

Por esta razón no es fácil escribir parábolas. Su dificultad sólo es comparada con las ensoñaciones de la poesí­a. Porque la parábola precisamente es compañera o quizá hermana de la poesí­a. Ya lo he dicho, las parábolas, como la poesí­a, esconden su significado más allá de los ojos que leen. Los recursos que exige su hermenéutica obliga a pensar, meditar y, sobre todo, como si fuera un salmo antiguo, a la repetición constante y memorizada. Quien lee parábolas debe salir de la lógica contemporánea del tiempo y el éxito inmediato. Una parábola es una inversión a futuro sin garantí­a de beneficios.

La obra de Berzosa, aunque fue pensada, como dice su tí­tulo, «para una nueva evangelización», bien puede ser empleada para la educación laica. En realidad muchos de los textos esconden, a mi manera de ver, un tesoro que va más allá de confesiones religiosas. Las semillas que contienen estas historias producen una cosecha que excede la religión por aproximarnos a lo humano. Bien podrí­an ser utilizados, claro está, tanto para unos ejercicios espirituales, como también para introducir una clase de ciencias sociales, antropologí­a, biologí­a o filosofí­a.

El libro es un auténtico vademécum que el profesor inteligente puede emplear para, superando la clase formal, hacer reflexionar a los estudiantes antes o después de la lección. Al mismo tiempo puede ser útil a tí­tulo personal para crecer humanamente. Es una especie de libro que nos permite cierta oxigenación a la literatura o a la programación televisiva con que con frecuencia nos contaminamos: los periódicos, las revistas y los noticieros.

A continuación presento a su consideración una de esas parábolas (titulada «El espantapájaros») que el autor propone en sus páginas. Aquí­ va?

«En un lejano pueblo viví­a un labrador muy avaro y era tanta su avaricia que cuando un pájaro comí­a un grano de trigo encontrado en el suelo, se poní­a furioso y pasaba los dí­as vigilando que nadie tocara su huerto.

Un dí­a tuvo una idea:

– Ya sé, construiré un espantapájaros, de este modo, alejaré a los animales de mi huerto».

Cogió tres cañas y con ellas hizo los brazos y las piernas, luego con paja dio forma al cuerpo, una calabaza le sirvió de cabeza, dos granos de maí­z de ojos, por nariz puso una zanahoria y la boca fue una hilera de granos de trigo.

Una vez el espantapájaros estuvo terminado, le colocó unas ropas rotas y feas y de un golpe seco lo hincó en la tierra. Pero se percató de que le faltaba un corazón y cogió el mejor fruto del peral, lo metió entre la paja y se fue a su casa.

Allí­ quedó el espantapájaros moviéndose al ritmo del viento. Más tarde un gorrión voló despacio sobre el huerto buscando donde poder encontrar trigo. El espantapájaros, al verle, quiso ahuyentarle dando gritos, pero el pájaro se posó en un árbol y dijo:

-Déjame coger trigo para mis hijos.

– No puedo -contestó el espantapájaros-; pero tanto le dolí­a ver al pobre gorrión pidiendo comida que le dijo:

– Puedes coger mis dientes que son granos de trigo.

El gorrión los cogió y de alegrí­a besó su frente de calabaza. El espantapájaros quedó sin boca pero muy satisfecho por su acción.

Una mañana un conejo entró en el huerto. Cuando se dirigí­a hacia las zanahorias, el muñeco le vio y quiso darle miedo, pero el conejo le miró y le dijo:

– Quiero una zanahoria, tengo hambre.

Tanto le dolí­a al espantapájaros ver un conejo hambriento que le ofreció su nariz de zanahoria.

Una vez el conejo se hubo marchado, quiso cantar de alegrí­a; pero no tení­a boca, ni nariz para oler el perfume de las flores del campo, sin embargo, estaba contento.

Un dí­a apareció un gallo cantando junto a él.

– Voy a decir a mi mujer, la gallina, que no ponga más huevos para el dueño de esta huerta, es un avaro que casi no nos da comida, dijo el gallo.

– Esto no está bien, yo te daré comida, pero tú no digas nada a tu mujer.

Coge mis ojos que son granos de maí­z.

– Bien -contestó el gallo-, y se fue agradecido.

Poco más tarde alguien se acercó a él y dijo:

– Espantapájaros, el labrador me ha echado de su casa y tengo frí­o, ¿puedes ayudarme?

-¿Quien eres?, preguntó el espantapájaros que no podí­a verle, pues ya no tení­a ojos.

– Soy un vagabundo.

– Coge mi vestido, es lo único que puedo ofrecerte.

– ¡Oh, gracias, espantapájaros!

Más tarde notó que alguien lloraba junto a él. Era un niño que buscaba comida para su madre y el dueño de la huerta no quiso darle.

– Pobre -dijo el espantapájaros, -te doy mi cabeza que es una hermosa calabaza…

Cuando el labrador fue al huerto y vio al espantapájaros en aquel estado, se enfadó mucho y le prendió fuego. Sus amigos, al ver cómo ardí­a, se acercaron y amenazaron al labrador, pero en aquel momento cayó al suelo algo que pertenecí­a a aquél monigote: su corazón de pera. Entonces el hombre riéndose, se lo comió diciendo:

-¿Decí­s que todo os lo ha dado? Pues esto me lo como yo.

Pero sólo al morderla notó un cambio en él y les dijo:

– Desde ahora os acogeré siempre.

Mientras, el espantapájaros se habí­a convertido en cenizas y el humo llegaba hasta el sol transformándose en el más brillante de sus rayos.

Si le ha gustado la parábola, puede adquirir el libro. Lo encuentra en Librerí­a Loyola.