Eduardo Blandón
Fernando Savater para el lector medianamente cultivado no necesita carta de presentación. Sus más de cuarenta y cinco libros y los muchos galardones obtenidos, son suficientes para identificarlo de inmediato y sentirse atraído por su obra. Savater es, en resumidas cuentas para quienes lo ignoran, una auténtica mina literaria del que todavía hay para rato.
¿En donde reside el fenómeno savateriano? A mi modo de ver, en la calidad de su prosa. El pensador nacido en san Sebastián, España, en 1947, tiene la virtud de escribir de manera cristalina y fluida. Nada en sus obras parece ser complicado ni accidentado. Hay, diría yo, demasiada claridad para ser filósofo. Como se sabe, los hombres y mujeres dedicados a esta profesión suelen ser oscuros, difíciles, enmarañados, pero Savater ha sabido cultivar virtudes que habitualmente han estado en las antípodas de quienes practican esa actividad.
Semejante claridad en la exposición, el filósofo la ha sabido aderezar con la erudición propia de un pensador profesional. Eso hace de su trabajo un alimento sabroso para el espíritu. Un plato savateriano es una especie de manjar exquisito en donde uno puede disfrutar la digestión tirado en una hamaca. Uno agradece de un escritor la bondad con que gratifica el sacrificio de la lectura: las sentadas, el cansancio de la vista y el agotamiento cerebral. Savater tiene ese don culinario intelectual y la comparte con sus lectores.
Pero si el arte de la escritura es un don poco habitual entre los mortales, escribir bien para los jóvenes es aún más complicado. Y Savater ha dado testimonio de maestría en ese negocio. El filósofo ganador del Premio Nacional de Ensayo, el Premio Anagrama, el Premio Cuco Cerecedeo y finalista del Premio Planeta de novela, es un mago para la comunicación juvenil. La afirmación no es ni gratuita ni exagerada y los libros í‰tica para Amador y la obra que ahora presento, Filosofía para Amador, son la mejor prueba de lo que digo.
Filosofía para Amador es un texto para iniciar a los jóvenes en la ciencia política. Apuesta, como en la í‰tica, a educar a su hijo, Amador, en la importancia de la política en la vida ordinaria. La política, indica, es tan vital como beber agua o respirar. Eso sucede, insiste, porque somos animales políticos, ciudadanos que vivimos en una polis de la que depende nuestra felicidad.
Savater usa como antífona religiosa la idea de que la política no es una actividad exclusiva para los políticos sino un ejercicio del que no podemos ausentarnos. Eso sí, el filósofo advierte también sobre el peligro que conlleva las concepciones erróneas tales como el individualismo o el totalitarismo. Ni uno ni otro, dice. Es importante aclarar la mente, reafirma, so pena de equivocarnos y volvernos fundamentalistas del error.
Individuo sí, reitera, pero no individualismos. El riesgo de éste consiste en que puede convertirnos en egoístas y mezquinos cuando ese no es el camino. Tampoco el totalitarismo, reclama, porque en nombre del todo se han construido campos de concentración y se ha sacrificado al individuo. Nada más peligroso que un Estado omnímodo y déspota que pretenda regir nuestras vidas, protesta.
Por otro lado, Savater asegura que la gran invención de los griegos fue la democracia y la experiencia de la «isonomía», esto es, la idea de que todos los hombres somos iguales ante la ley. Estas cosas fueron revolucionarias en su momento, afirma, porque en la antigí¼edad lo habitual era que el poder descendiera del cielo o tuviera que ver con la naturaleza propia de los hombres. Ahora, explica, con estas ideas, quien quiera tomar el poder, tiene que «demos-trarlo», o sea, mostrarlo ante el pueblo.
«En los grupos sociales pequeños y más primitivos solía ser la naturaleza (que nos hace a unos fuertes y a otros débiles, a unos lentos y a otros rápidos, etc…) la que determinaba la jerarquía política; en las sociedades mayores fue la teología la que sirvió para justificar la existencia de castas diferentes entre los miembros del conjunto. La naturaleza, los dioses».
Los griegos no creyeron, dice el pensador, que los hombres eran iguales. Sería un error considerarlo así. De hecho, continúa, tenía que ser evidente las diferencias entre ellos: había esclavos, mujeres, clases sociales y un etcétera del que todos estamos enterados. Cuando hablan los griegos de «igualdad» hacen referencia a las posibilidades de los ciudadanos de medrar y estar sometidos a la ley.
Es cierto, dice, que no todos eran iguales (las mujeres, los esclavos y los extranjeros tenían un status «sui generis»), pero sí los ciudadanos que gozaban de esa condición. «Â¿Cómo iban a tener igualdad si tenían esclavos? En efecto, los esclavos no participaban en la vida política griega. Ni tampoco las mujeres (que, por cierto, tuvieron que esperar veintiséis siglos)».
«Los pioneros atenienses nunca sostuvieron que todos los seres humanos tienen derecho político iguales: lo que inventaron y establecieron es que todos los ciudadanos atenienses tenían derechos políticos iguales. (?) Y sabían que no todo el mundo era ciudadano ateniense: había que ser varón, de cierta edad, no esclavo, nacido en la polis, etc? Pero todos los que reunían esos requisitos eran políticamente iguales».
Con todo, si bien es cierto que los griegos inventaron la democracia, hay que reconocer que no todos compartieron la originalidad de la idea. Desde la antigí¼edad la democracia ha tenido sus adversarios y la principal razón consiste en el reconocimiento de las dificultades propias que conlleva el que el «demos» -el pueblo- tenga la sabiduría suficiente para elegir sus políticos. La gente por lo regular es ignorante, desconoce de economía, política y otras habilidades que la incapacitan para tener la visión que una Ciudad-estado necesita. «La mayoría de los adversarios de la democracia insistieron desde el primer momento en que fiarse de los muchos es fiarse de los peores».
«Las asambleas populares son un guirigay en el que cada cual sólo quiere hablar y salirse con la suya sin escuchar a los otros. La mayoría de los asuntos importantes de la comunidad, como la economía o los proyectos militares, son difíciles de comprender para los profanos. Además la gente cambia de parecer a cada momento».
Los defectos de la democracia, sin embargo, no son suficientes como para que Savater considere otro sistema mejor. La democracia permite el diálogo y el debate y eso nos vuelve humanos, enfatiza. Una ciudad así, puede poner lejos el fanatismo y permitir la inclusión de quienes demuestren tener la razón.
Por todas las virtudes mencionadas, recomiendo el libro de Savater. Puede comprarlo en Librería Loyola.