Quienes son asiduos lectores de esta columna saben que hay dos fiestas que detesto en el año: La Navidad y la celebración de hoy. Desde que comienza el mes de octubre mi «bello sentido del humor» (como me reprocha mi víctima esposa) empieza a desmejorar, me pongo triste, melancólico y muy deprimido. Se me bajan los flipones y regularmente caigo víctima de alguna enfermedad (el sida se me va a pegar en esta época). Por más que trato de racionalizar lo hermoso de la ocasión, por mucho que intento investigar el origen de mi trauma, no consigo saber por qué soy tan raro (más) en esta época.
Los esfuerzos han sido muchos. Cuando lo pienso me digo: «Piensa que son fechas, incluso, con sentido cristiano. Recuerda que celebramos el aniversario del nacimiento de Jesús. Piensa en los Reyes Magos, en los regalos, la alegría de tus hijos y la felicidad del dar. Incluso, si fueras inteligente, vivirías con alegría el descanso, tírate a la cama, vete a pasear, busca novias, come chocolate, bebe licor, emborráchate, haz cosas distintas. No tienes derecho a amargar a tus amigos y menos aún a tu familia. No seas tonto, no te compliques, demuestra que tienes sesos y eres normal». Pero nada de eso me persuade y mi corazón, triste como si hubiera perdido a un ser querido, continúa pertinaz en su estado sombrío.
Para Año Nuevo hago terapia personal (no crea, por favor, que no me esfuerzo). Me digo: «Ahora es el momento de hacer un recuento de todo lo vivido en los meses pasados. Haz una especie de examen de conciencia y revisa y corrige tus errores. Es ahora el momento de gracia, tu oportunidad, no lo eches en saco roto. Te arrepentirás por esa flojera existencial. No seas burro, recapacita. Además, es absurda tu actitud en la vida (y mal agradecida) porque ya habrá momentos en los que sí tendrás que llorar y quejarte. ¿Qué te abruma? ¿Cuál es tu sufrimiento? Tu falta de comprensión vital te hace ignorar que hay gente que sí sufre: los que viven en guerra, los que pasan hambre, los que están en los hospitales. He llegado a la conclusión de que eres muy infantil».
Así se me han pasado los años en repetirme una y otra vez las mismas cosas. No puedo decir que no haya mejorado alguna vez. He sido tan exagerado en alguna ocasión que incluso he llegado hasta las doce de la noche para abrazar a toda la familia y desearle Feliz Año Nuevo. Pero al día siguiente, me arrepiento, por la falta de sinceridad de esas manifestaciones de cariño. Pero lo he hecho «pro bono pacis» (como me enseñaron los curas a decir para ser condescendiente con los demás).
Tengo que admitir con vergí¼enza que las únicas veces que el humor me ha cambiado y he parecido feliz ha sido cuando me alcoholizo en esa noche llamada por algunos «Nochebuena» o «fiesta de fin de año». La bebida tiene ese efecto de exaltarme, relajarme, desinhibirme, entonces me transformo en alguien cariñoso, amante de la vida y los hombres (los seres humanos, por favor, no se me vaya a mal interpretar). Una vez incluso lloré. El licor me hace llorar, pero no es un llanto doloroso, sino de alegría. En esa ocasión le conté a mi esposa lo mucho que amaba a mis padres, lo feliz que había sido mi infancia y mis ardores juveniles por cambiar el mundo repartiendo hostias y predicando la Biblia en los parques. De pronto, en esas ocasiones, he llegado incluso a juntar mis manos y a posar como cura.
En fin, hoy es una fiesta de esas que detesto, pero compartiéndola con usted siento la ilusión de aligerar la modorra existencial. Usted sea mi antítesis. No me ponga coco y viva la fiesta como sólo usted sabe hacerlo: con mucha alegría. Feliz Año Nuevo.