Harold Soberanis
Ante los acontecimientos vertiginosos de la vida cotidiana, nos olvidamos de nosotros mismos. Nos involucramos en una serie de actividades intentando encontrar, a través de ellas, un sentido a nuestra existencia aunque lo que logramos es totalmente lo contrario, pues únicamente conseguimos evadirnos de la realidad y del encuentro íntimo con el ser nuestro. El ambiente consumista, especialmente en esta época, nos absorbe de tal manera, que creemos que sólo en tanto poseemos objetos somos valiosos, es decir, hemos trocado el tener por el ser, como bien lo señaló Fromm hace algunos años.
Marx, dentro de su vasto pensamiento, señalaba el peligro de idolatrar, a partir de la lógica perversa del capitalismo, las mercancías a tal punto que el hombre mismo se llegaba a considerar una de ellas. A esta actitud de «mercantilizar» la vida Marx le denominaba fetichismo. Si bien las cosas nos son útiles, pues nos permiten desarrollar nuestra existencia con menos dificultad, el problema está en considerarlas tan importantes que las colocamos por encima de nosotros mismos y hasta les atribuimos características meramente humanas. De ahí que lo urgente sea, para Marx, lograr la emancipación humana, es decir, la superación de la cosificación del hombre provocada por el capitalismo. Tal emancipación sólo puede lograrse en tanto en cuanto se transforme el sistema de producción capitalista, pues éste, en su dinámica interna, pervierte el mundo de la vida.
Si bien es cierto, Marx reflexiona desde el aspecto material del mundo puesto que, según él, es desde esta perspectiva que se establece el modo de producción que, a su vez, determina la configuración del hombre, su relación con los demás y la sociedad toda, podemos trasladar dicha reflexión a un plano existencial.
Es desde aquí, desde la esfera existencial del ser humano concreto, de carne y hueso, que considero cobra valor y sentido el filosofar (sin pretender negar, en ningún momento, el valor del pensamiento de Marx). Para muchas personas dedicar un tiempo a la reflexión filosófica es perder el tiempo, pues de lo que se trata, según ellas, es de producir bienes y riqueza. De ahí la idea equivocada de que el filósofo sea un ser inútil, casi un parasito de la sociedad. En otros artículos me he referido al error que subyace en esta imagen distorsionada de la filosofía y del filósofo por lo que no dedicaré tiempo a mostrar lo equivocados que están quienes así piensan.
Lo que deseo es resaltar lo valioso y necesario del filosofar. Para los filósofos existencialistas, hay dos clases de hombre: los auténticos y los inauténticos. í‰stos, son los que llevan una vida despreocupada y frívola. Nunca se detienen a reflexionar sobre la realidad que les rodea ni se cuestionan a sí mismos. Aceptan lo dado como algo natural y creen que la vida es y será siempre la misma.
Aquéllos por su parte, asumen su existencia con total conciencia. Se saben seres finitos y precarios, limitados y absurdos. Y conocen muy bien que es precisamente este carácter absurdo de la existencia donde se diluye la vida humana. Empero, esta percatación no los hunde en la desesperación o el quietismo, ni buscan evadir su realidad, realizando un sinnúmero de actividades por medio de las cuales soslayen enfrentarse a sí mismos. Por el contrario, asumen con toda lucidez, conciencia y dignidad el sentido absurdo de la existencia humana.
Aún cuando no seamos adeptos a esta corriente filosófica, debemos reconocer un elemento valioso en ella: el hecho de que debemos enfrentar la vida conscientemente y reflexionar, honesta y sinceramente, sobre nuestra condición, sobre el mundo y la relación con los otros. En otras palabras: debemos asumir nuestra existencia con total lucidez. Y esto, a mi juicio, sólo es posible desde la filosofía.
De ahí, pues, que filosofar sea algo perentorio para la vida, para esa vida que se vive auténticamente, sin trampas ni evasiones, sin intentar escamotear el drama que se nos revela a cada instante y que no hace más que recordarnos que somos seres finitos y trágicos. Nuestra tragedia es estar en medio de una dicotomía radical: buscamos la trascendencia aún cuando sabemos que somos seres para la muerte.
La manera de enfrentar este drama no es, insisto, eludiendo mi realidad a través de prácticas que me autoengañen, que me hagan creer que tendré una vida eterna después de esta o que lo importante es poseer cosas. Todos estos son intentos vanos de soslayar la tragedia de la existencia humana. Creo que la actitud más sincera es asumir con plena conciencia la realidad que soy yo y los otros.
Con estas reflexiones no busco provocar el pesimismo o la desesperación en los lectores. Mi intención es estimular el acercamiento a la filosofía, al filosofar, a partir de la evidencia de esa realidad que somos. Lo que deseo es mostrar la importancia que para los seres humanos significa el pensar, el análisis, la comprensión de esa realidad que nos abruma, que nos avasalla, con la intención de asumirla como seres-en-el-mundo, es decir, seres ensimismados y no frívolos.
Pero este ensimismamiento sólo es posible con las herramientas conceptuales que nos proporciona la autentica filosofía. Debemos discernir entre esas pseudorreflexiones que, bajo la envoltura de textos motivacionales, pretenden mostrarnos que este es el mejor de los mundos posibles, y lo que es la filosofía seria.
La verdadera y auténtica filosofía, esa que viene desde la Grecia clásica, es la única que nos puede enseñar a filosofar con honestidad. Es la única que puede mostrarnos la realidad como es para que, a partir de esa percatación, reflexionemos sobre nuestra condición, nuestra existencia y la relación con el mundo y con los otros. Solo en la medida en que ejercitemos una reflexión sincera y profunda, nos daremos cuenta de la necesidad de asumir una existencia comprometida. Veremos en el otro un ser como nosotros, con sueños y desilusiones, con dignidad y aspiraciones a una vida mejor. En fin, solo en la medida en que seamos personas preocupadas y no superficiales estableceremos relaciones de solidaridad con el prójimo, porque sólo en ese momento seremos capaces de vernos reflejados en el rostro del otro.