Ahmad no tuvo tiempo de soplar las velitas de su quinto cumpleaños: en un bonito día sin guerra de febrero de 1999, el pequeño murió al estallar una bomba de racimo que encontró en un parque del sur del Líbano donde celebraba su fiesta.
«Sus últimas palabras fueron «papá, ayúdame». Murió tras cuatro horas de sufrimientos», dijo su padre, Raed Mokaled, óptico en la ciudad de Nabatiyé, a pocos kilómetros de Israel.
Mokaled recuerda los minutos previos a la explosión que cambió su vida. El y su mujer preparaban la merienda y Ahmad jugaba mientras tanto con su hermano Adam.
«Oímos un gran estallido. Mi esposa supo inmediatamente que era nuestro hijo», contó el óptico.
«Adam nos dijo inmediatamente que había visto cómo su hermano agarraba un objeto coloreado, como un juguete», dijo en referencia a la submunición que mató al pequeño, lanzada años antes por el ejército israelí en esa zona.
Según la organización Handicap International, 100 mil personas murieron por la explosión de submuniciones en todo el mundo desde 1965. Más de la cuarta parte de esas víctimas fueron niños, pues sus formas y colores los atraen especialmente.
Un obús o un cohete dispersan decenas o centenares de submuniciones que no siempre explotan al impactar, convirtiéndose de hecho en minas antipersonas que estallan años después del final de una guerra. Por eso el 98% de sus víctimas son civiles.
«Mi hijo no era ni un terrorista ni un criminal», se lamentó Mokaled al denunciar que «nadie en la tierra tiene derecho a matar a un niño».
El óptico libanés es uno de los afectados que viajaron a Oslo para dar un rostro y un nombre a las víctimas anónimas de las submuniciones, con motivo de la firma de un tratado para prohibir las bombas de racimo realizada el miércoles por un centenar de países.
Ni Israel ni los otros grandes productores de bombas de racimo como Estados Unidos, Rusia y China firmaron hoy en Oslo el tratado que las prohibirá.
Soraj Habib es un adolescente afgano que sobrevivió a una submunición, si bien perdió sus dos piernas y el dedo de una mano.
El día de Año Nuevo de 2002, cuando tenía diez años, volvía a su casa en Herat cuando encontró una submunición estadounidense del tipo BLU-97.
«Creí que era una lata de conservas. Intenté abrirla y no lo logré. Explotó cuando la tiré al suelo», recordó.
En el hospital al que le llevaron, lo primero que hizo el médico que lo recibió fue sugerir que le pusieran una inyección letal. «Decía que mi vida sería muy difícil con sólo la mitad del cuerpo. Mi padre se lo impidió», narró Soraj.
«Este tratado es histórico. Permitirá que otros niños no les ocurra lo que a mi», consideró con una sonrisa sin odio.
A juzgar por las chispas que desprenden sus ojos, la iraquí Ayat Suliman debía de ser una niña muy segura de sí misma antes de quedar gravemente desfigurada por una submunición cuando tenía ocho años.
Fue el 5 de mayo de 2003, cuatro días después del final oficial de las hostilidades en Irak, Ayat y su hermano Jakob llevaron a su casa, en Samarra, lo que pensaban que era un juguete.
«Me acuerdo que era muy colorido y bonito», explicó Ayat. Sus cuatro hermanos y un primo, de entre tres y 15 años de edad, murieron en la explosión. Ella sobrevivió, con quemaduras en el 65% de su cuerpo.
Tras 15 operaciones, aún necesita un andador para caminar. Vive en Suecia y sufre porque los niños se reíen de ella. «Nadie me entiende. Piensan que soy fea».
Un centenar de países empezaron hoy en Oslo a firmar un tratado que prohíbe las bombas de racimo, en una ceremonia opacada por la ausencia de los mayores fabricantes de esas armas particularmente letales para la población civil, como Estados Unidos, Rusia y China.
«El mundo es hoy un lugar más seguro. Este es el mayor tratado humanitario de la última década», dijo Moyes, miembro de la Coalición de Municiones Cluster (CMC), una entidad que agrupa a unas 300 organizaciones no gubernamentales.
Las bombas de racimo (BASM) pueden contener varios cientos de «bombitas» que se dispersan en un vasto perímetro pero no estallan al mismo tiempo, convirtiéndose así en minas antipersona, prohibidas por la Convención de Ottawa de 1997.
Según Handicap International, unas 100 mil personas, el 98% de las cuales eran civiles, murieron o quedaron mutiladas por la explosión de esas bombas en todo el mundo desde 1965. Más de un cuarto son niños, que las confunden con juguetes o latas de conserva.