Leopoldo Barrientos, escultor de nuestro tiempo


Juan B. Juárez

La nuestra no es una época solemne, aunque eso no quiere decir que sea trivial. Simplemente es el hecho de que el fin de la guerra le restó fatalidad y heroí­smo a la existencia. Y también esperanza. Se trata de la actitud con que se encara la vida. Sin destino, la vida se enreda en sus propios pasos. El sufrimiento humano y los grandes males sociales son ahora más dolorosos, injustos e irracionales por cuanto ya no son la necesaria antesala de una liberación, sino simplemente el cuadrante estructural donde agota una vida sin sentido. La tragedia ahora es otra cosa. Los pequeños males y sufrimientos nos acosan como hormigas encarnizadas y, sin poder imaginar y crear insecticidas radicales, volvemos a rascarnos y a dar manotazos furiosos, inútiles y grotescos. Claro, está el placer de rascarse. La guerra fue desacreditada; la democracia… es, por el momento, esa molesta rasquiña.


Esta reflexión, sin duda demasiado solemne para nuestra época, nos permite sin embargo apreciar el trabajo escultórico de Leopoldo Barrientos (Guatemala, 1976) y la distancia existencial e histórica que lo separa de los escultores de la época heroica y sus obras solemnes y revolucionarias. Esa distancia es un hecho objetivo y palpable que forma parte esencial de sus esculturas y que también está en nosotros, los espectadores, como un sentimiento vital diferente.

A diferencia de la escultura de nuestra época heroica, que abstraí­a de la moral y de la historia y corporizaba en sí­mbolos concretos e inequí­vocos ciertos valores eternos, la de Leopoldo obviamente renuncia a esa función paradigmática y edificante y se apega más a las pulsiones reales de la vida. Así­, en rechazo a las imágenes hieráticas que consagraban la actitud progresista y esforzada de los tiempos revolucionarios, el contemporáneo escultor nos presenta pequeñas imágenes documentales que son precisamente la refutación de aquellos discursos incendiarios y grandilocuentes. (Ver, por ejemplo, El lanzallamas). Pero en este caso no se trata de una refutación en el sentido académico de demostrar con nuevos hechos la falsedad de una afirmación, sino de mostrar con un desenfado que no llega a la irreverencia que ya no estamos en la órbita de esos valores.

Y en efecto, Leopoldo Barrientos es portador de una nueva sensibilidad: precisamente la sensibilidad de nuestro tiempo. De allí­ la incorporación de ciertos materiales de desecho que provienen de la tecnologí­a doméstica cotidiana y que funcionan como recursos para expresar otro tipo de sentimientos, inimaginables hace pocas décadas, relacionados con la marginalidad en un mundo de mecánica eficiencia. La metáfora hace cabriolas parabólicas y no rehúye al juego ni al humor.

Más cercanas a las manifestaciones vitales, las preocupaciones formales de Leopoldo no provienen de ni se dirigen a la ejemplaridad de lo público sino vienen de la observación de la realidad y de ciertas manifestaciones populares y desembocan no en el gesto teatral sino en cierta agraciada naturalidad que sabe detenerse antes de convertirse en mera sensualidad celebratoria. Eso que la detiene, o ante lo que se detiene su escultura, es su propia intimidad atormentada por preocupaciones que ahora ya no son técnicas ni formales sino propiamente existenciales: esa falta de destino que introduce en nuestra vida no el sano escepticismo sino el angustiante sentimiento del absurdo.