Con un dólar diario


Familia colombiana en Bogotá.

Adriana, una mujer de 33 años en cuyo rostro recio se refleja la dureza de su drama, baja diariamente desde una empinada colina en el suroeste de Bogotá, tapizada de ranchos de lata y de plástico, para tratar de conseguir el dólar y medio que representa su sustento diario.


«Yo con que venga con 3 mil o 4 mil pesos libres para mí­ (entre 1,2 y 1,6 dólares), eso es lo que necesito», asegura la mujer, responsable de tres hijos entre 6 y 15 años, el mayor enfermo de epilepsia, con los que sobrevive en uno de los mí­seros ranchos del deprimido sector.

Diariamente Adriana recorre con dos de ellos, por espacio de dos horas y media y de lunes a viernes, entre 3 y 5 kilómetros para tratar de vender las bolsas de plástico que le proveen su alimento diario: un pan y un chocolate como desayuno… y también como comida.

Cerca de allí­, en la misma localidad de Altos de Cazucá, Sandra, con apenas 27 años, cuida de sus cinco hijos, el menor con seis meses y la mayor con nueve años, ninguno de los cuales estudia.

Su esposo trabaja como cotero (carguero) en la principal central de abastos de la ciudad, y ahora, agobiado por las secuelas que le dejaron las más de 15 puñaladas que le propinaron hace poco en un atraco, busca conseguir algo de dinero para la comida.

Desde hace un año Sandra, su esposo y sus hijos se amontonan en uno de los miles de ranchos de Cazucá, a donde llegaron porque no tení­an el dinero para pagar un arriendo en la población de Soacha, cercana a Bogotá, en donde siempre residieron.

No lejos de las dos mujeres, pero un poco más abajo de la cima, Luis Eduardo Rodrí­guez, un hombre de 67 años, arrastra su humanidad apoyado en un bastón por el polvoriento y rocoso camino.

Con una hija de 37 años -a la que crió como papá y mamá desde que tení­a año y medio- y con dos nietas de 6 y 10 años, Rodrí­guez y su familia sobreviven con 126 dólares mensuales, producto de un subsidio a personas de tercera edad y de los ingresos que consigue la mujer en un modesto restaurante.

Rodrí­guez se queja de las pocas o nulas oportunidades de empleo y capacitación que tienen los habitantes del sector, la mayorí­a de ellos desocupados, como también de las limitaciones en materia de educación para los jóvenes.

Y aunque evita tocar el tema de la seguridad, sus vecinos, que piden no ser identificados, recuerdan que la zona es reconocida por ser un foco en donde conviven milicianos de la guerrilla y de grupos paramilitares de extrema derecha que no se han desmovilizado.

Sin embargo, a pesar de todo, las dos mujeres y el hombre transpiran felicidad.

Sandra y sus cinco hijos acaban de dejar el pequeño rancho en el que se apilaban hasta hace una semana para trasladarse a una pequeña vivienda de madera construida con el auspicio de una multinacional estadounidense.

La vivienda fue levantada en apenas un dí­a por voluntarios, en su mayorí­a universitarios, que dedican fines de semana a la fundación «Un techo para mi paí­s» la cual busca beneficiar a unas 3 mil familias de diversas regiones de Colombia de aquí­ al 2010.

Apoyado en su bastón, Rodrí­guez espera que la cuadrilla de voluntarios, entre los que se encuentran varios ejecutivos de la multinacional, terminen de construir su casa.

«Estoy feliz. No habí­a podido darle un mejor vivir a mi hija y a mis nietas, pero ya va a haber una mejor vida», dice sollozando el hombre, tras señalar que que, como sea, «estrenaremos casa esta misma noche».

Mientras tanto, Adriana espera ansiosa con sus hijos a que cinco jóvenes terminen de clavar las placas de madera que se convertirán en su nueva vivienda, para trasladar allí­ sus pocos enseres que unos sobre otros amontona en su antiguo rancho.

Orgullosa, recuerda que para acceder a una vivienda es necesario superar un estricto proceso, en el que incluso los vecinos recomiendan, en ocasiones, a los candidatos, teniendo en cuenta a los más necesitados.

Y destaca que los beneficiarios tienen que conseguir el 10% del valor total de la vivienda, unos 85 dólares, es decir, lo correspondiente a unos tres o cuatro meses de su ingreso diario.

«Ya mi expresión no puede sonreí­r, pero por dentro estoy feliz», concluye la mujer.