Los cementerios


Luis Fernández Molina

Al igual que los calendarios y las arrugas, los cementerios dan cuenta del inapelable paso de los años. Como las lí­neas grabadas en el mazo del tiempo cada sepulcro va agregando una rayita más que se añade a las otras marcas verticales. Cuando niños, el cementerio era un lugar que no pertenecí­a a nuestro mundo infantil, no coincidí­a con las imágenes felices de los peluches ni con las alegres caricaturas, no se ven allí­ payasos ni columpios; además, los superhéroes nunca morí­an. El camposanto era un lugar tétrico, lúgubre, pero sobre todo extraño. No habí­a una razón para visitarlo y si alguna vez lo hicimos, mamá señalaba donde estaba enterrada la abuela materna y donde la tí­a Paca, y también el tí­o Pancho, en todo caso todos ellos eran sólo nombres, recuerdos difusos, relatos perdidos. En los tiernos años de la primaria un compañerito, como capullo cortado antes de florecer, murió de alguna extraña enfermedad y otro tuvo un infausto accidente y aunque no hayamos ido a sus entierros tiempo después supimos donde reposaban. Por fin alguien conocido habí­a incursionado en esos ominosos lugares. Luego murió la abuelita paterna y ahora sí­ nos tocó participar en el cortejo; nunca habrí­amos de olvidar el lugar donde se quedó para siempre la afable viejita que tanto nos mimaba y regañaba. Luego fueron unos compañeros de la secundaria que en un dí­a de farra colisionaron contra un paredón, dos de ellos fallecieron. Fuimos al entierro con ojos de huevos tibios pero en la soledad lloramos más que con la abuela, porque ella tuvo tiempo de cuadrar sus cuentas con la vida y aquellos empezaban a asentar sus primeras partidas; un sabor de paradoja invadió nuestro ánimo. Luego fue el primo que murió de leucemia, igualmente joven, igualmente alegre y optimista. Llevó su alegrí­a al lúgubre lugar que ya no lo era tanto, ni tampoco desconocido: Estaban las dos queridas abuelitas, los amiguitos de la infancia, los compañeros de secundaria, el primo, etc. En cada visita recordaba sus lugares de descanso y de alguna forma los saludaba. En el sombrí­o cementerio de repente emergí­an algunos tibios rayos de luz.

Más duro nos pegó la vida y más cercano el encuentro con el camposanto cuando fue el hermano quien realizó el viaje y con abierto llanto fuimos a dejar sus restos. Y con el paso de los años más familiares y amigos se fueron a ocupar los lugares que ya los esperaban en el cementerio al punto de que se convirtió en un lugar casi familiar. Papá y mamá, que ya tení­an reservado su espacio lo ocuparon exactamente cuando les correspondí­a. Igual los amigos del colegio y del trabajo que se fueron adelantando. Otros familiares, más amigos, conocidos de negocios, personalidades públicas, etc. fueron llenando de conocidos el cementerio al punto que de los contemporáneos la mayorí­a ya se habí­an trasladado a los otros jardines. Por eso se me hace familiar el cementerio, por eso vislumbro las señales y creo escuchar unas voces amables que me llaman: la fiesta está del otro lado. Vente, te esperamos!!!