La literatura testimonial ha sido, desde hace muchos años, un género polémico. En un principio, parece inocente; sin embargo, la polémica ha girado en torno a las miles de aristas que podría tener.
Para entender el contexto en el que surge el testimonio, habría que establecer la evolución de las letras, sobre todo hispanoamericanas, en el siglo XX. A principios de siglo, la literatura seguía los cánones europeos; políticamente, a pesar de ser independientes, las naciones de Latinoamérica no habían podido salir del añejo sistema colonial que prevalecía.
Sólo gracias a algunas revoluciones tempranas, ciertos países -como México- pudieron empezar a construir cierto desarrollo. Pero, para la mayoría de países latinoamericanos, el sistema político seguía siendo caudillista aristocrático, que, con el paso del siglo, evolucionaba a un sistema represivo militarizado.
Mientras tanto, las clases bajas del continente, que usualmente ocupaban los indígenas, se veían marginados. Bajo los regímenes militares, ya a mediados del siglo XX, surgían movimientos que buscaban una revolución o democratización del pueblo, como la Revolución Cubana o el malogrado período de Primavera Democrática en nuestro país.
En ese contexto, sobre todo en Cuba, surge la necesidad de darle voz a los que no la han tenido. Hasta ese entonces, la literatura en Hispanoamérica había sido un modelo de la hegemonía occidental, y sólo tenían acceso a la palabra aquellos que, por su posición social, tenían acceso a las letras y a la alfabetización.
Surge, pues, un amplio movimiento que, a la luz de la Revolución Cubana, tuvo un fuerte impulso y una gran acogida. Tal fue el caso que el Premio Casa de las Américas, instaurado en la isla tras el derrocamiento de Batista, incluyó un galardón especial a la literatura testimonial.
El cubano Miguel Barnet fue, por mucho, uno de los pioneros, al teorizar sobre este subgénero, con sus obras «Biografía de un cimarrón» (1966) y «Canción de Rachel» (1969), ambas obras extraídas de un testimonio real.
Otros monumentos literarios de ese movimiento -en donde, por cierto, destacan muchas mujeres- fueron «Hasta no verte Jesús mío» (1969) de la mexicana Elena Poniatowska, «Nunca estuve sola» (1988) de la salvadoreña Nidia Díaz, y «No me agarrarán viva» (1983) de la nicaragí¼ense radicada en El Salvador Claribel Alegría, o, uno de los más paradigmáticos, «Si me permiten hablar» (1978) de la minera boliviana Domitila Barrios de Chúngara.
En 1983, surge «Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia», la historia contada por la ahora Premio Nobel de la Paz de 1992, y que fue transcrita por Elízabeth Burgos.
Sin embargo, el género testimonial proliferó y evolucionó, y poco a poco se empezó a teorizar sobre sus limitaciones y alcances.
í‰ste es el caso de David Stoll, que en su libro «Rigoberta Menchú y la historia de todos los pobres guatemaltecos» (1999) teoriza sobre los peligros de narrar de memoria los hechos. Parte del libro testimonial de la Premio Nobel, y señala unas supuestas inexactitudes temporales e históricas. Sin embargo, estos descubrimientos no fueron tan publicitados.
Hoy presentamos una entrevista central, en la cual se parte desde la compilación sobre este tema que hiciera Mario Roberto Morales, Premio Nacional de Literatura 2007, en el libro «Stoll-Menchú: la invención de la memoria».