Cultura y sociedad durante la revolución guatemalteca de 1944-1954


El presidente Jorge Ubico acompañado de Roderico Anzueto, director de la Policí­a Nacional y posteriormente Secretario de Agricultura (fotografí­a tomada del Tomo V de la

Celso A. Lara Figueroa

El panorama sociohistórico en el cual se plantea una idea legitimadora en la que se promovieron acciones con la intención de ejecutar un programa que incidiera en la población indí­gena guatemalteca, la educación y sobre todo en los ámbitos de la cultura alrededor de 1945, fue lo que propició que se determinara la creación de un ente impulsor que condujera y mantuviera la directriz de las polí­ticas en este cambio durante el perí­odo revolucionario.


La Universidad de San Carlos de Guatemala, máxima casa de estudios superiores, fue uno de los actores colectivos más importantes en el proyecto revolucionario de 1944 a 1954. Obsérvese la pancarta que reproduce ya los diseños desarrollados durante esta década.Con sombrero de copa alta y traje de levita, el Presidente Juan José Arévalo desciende del Carro Presidencial para iniciar un acto cí­vico escolar.Dos de los actores más importantes de la Revolución Guatemalteca de 1944. El presidente Juan José Arévalo discute planes de trabajo con el ciudadano Jorge Toriello Garrido en un acto protocolario.

Previo a esto, es necesario identificar las caracterí­sticas que se establecieron en la sociedad guatemalteca poco antes de la llegada a la Presidencia del doctor Juan José Arévalo Bermejo. El hilo conductor se desarrolla en un remozamiento del ideario liberal propio del presente siglo, aunque ello sólo haya servido para rellenar los discursos de los gobernantes en turno y no se pusiera en práctica ninguna de sus visionarias recomendaciones.

Si se toma en cuenta que durante la dictadura de Manuel Estrada Cabrera, la injerencia externa en los asuntos internos acentuaban la paranoia del Estado, se entiende entonces que el pensamiento sobre el Estado y los indí­genas se enmarcaba en el «saber aprovechar inteligentemente al indí­gena y su cultura, ese tesoro de fortaleza fí­sica, carácter dócil y natural inteligencia, que aún quedara, otras razas dominadoras vendrí­an a aprovecharlo y al vuelta de unos cuantos años él estarí­a elevado y los no indios reducidos a la categorí­a de parias pagando así­ el delito de imprevisión en las venas sangres de indios y haber persistido sin embargo, en solo querer llevar entre las manos el látigo de los conquistadores», ideas expresadas por Rodrí­guez Beteta, uno de los pocos liberales que se dedicaron a estudiar el desarrollo del pensamiento ilustrado, lo cual le permitió plantear concepciones y propuestas al estilo de José Cecilio del Valle en los inicios del siglo XIX, y del cual fue biógrafo; se le atribuyó, entre otras cosas, ser el artí­fice prolongador del ideario liberal, el cual hablaba de modernización y progreso pero desde un enfoque estrecho que preconiza el autoritarismo como forma de resolver la contradicción del aparato productivo nacional: latifundios ociosos en su mayorí­a y minifundios en constante proceso de pulverización.

Ese obstáculo estructural impidió cualquier proyecto integracionista, culturalista y educativo con posibilidades de consolidación. Durante esta etapa histórica, la situación agraria era el eje de todo el sistema, el cual marcó el lí­mite de las iniciativas reformistas. La dotación de pequeñas suertes de tierra no tuvo espacio en los programas estatales anteriores a 1944.

Tras el derrumbe de la dictadura de Manuel Estrada Cabrera, se sucedieron una serie de gobiernos de corta duración entre los cuales destacó el encabezado por Lázaro Chacón, quien proporcionó amplio respaldo a la Universidad Nacional, en donde se abrió uno de los primeros espacios académicos en que se tomarí­a en cuenta el aspecto cultural e indí­gena, a partir de la disposición de crear una cátedra universitaria libre de «lenguas indí­genas y civilización maya-quiché».

Es muy probable que J. Antonio Villacorta, ministro de Instrucción Pública de aquel Gobierno, haya tomado como asunto propio la formación de profesionales especializados en el conocimiento de la realidad indí­gena. Sin embargo, esta iniciativa se quedó sólo en entusiasmo pues no duró ni la ví­spera, ya que en febrero de 1931 asumió el poder el general Jorge Ubico para quedarse por espacio de 14 años, hasta ser derrocado por una insurrección popular en 1944.

Con Ubico, Guatemala entró en un perí­odo de drásticas restricciones a las libertades civiles, que en la forma no diferí­a de las dictaduras precedentes pero que tuvo consecuencias que permiten hablar sin exageración de un retroceso en todos los órdenes de la vida nacional: se cerraron escuelas, se eliminó la autonomí­a universitaria, se suprimieron las plazas de los directores de las escuelas públicas y se persiguió a los maestros por sus ideas polí­ticas. La educación pública, bandera de los liberales, pivote que permitirí­a la incorporación de las mayorí­as urbanas y rurales al carro del progreso, durante el perí­odo ubiquista sufrió el mayor de los descalabros. Ubico se reservó el derecho de designar a los funcionarios universitarios y estableció que, como centro educativo, la Universidad debí­a fomentar el espí­ritu de solidaridad social, exigir a los profesores y alumnos corrección en sus expresiones y trabajar por la incorporación del indio a la cavilación moderna. La Facultad de Humanidades fue clausurada y se reformó la ley orgánica de la Universidad por no haber llenado las expectativas para las que fue creada. Las escuelas normales fueron militarizadas. En 1935, por medio de un decreto, dispuso militarizar todos los centros de enseñanza media. Al final de la carrera, el estudiante recibí­a, además de su tí­tulo profesional, los despachos de subteniente de reserva. Desde su asenso al poder hasta su caí­da en 1944, Jorge Ubico tuvo mano de hierro para manejar la economí­a y la educación y, sobre todo, la cultura con el fin de sofocar la libertad en Guatemala.

Durante 1944, la Universidad de San Carlos fue el espacio donde empezó a cobrar forma la oposición organizada contra la tiraní­a ubiquista. La Asociación de Estudiantes Universitarios y el Magisterio convocaron a una protesta pública en la ciudad capital.

Los estudiantes universitarios demandaron la destitución de las autoridades universitarias impuestas y la restitución de la autonomí­a universitaria, así­ como una serie de reformas internas entre las que se contempló la creación de un instituto de Ciencias Indigení­stas. Ideas reformistas y reivindicatorias en las que tuvo un papel relevante Manuel Galich, que formó parte del primer Grupo Indigení­sta integrado en diciembre de 1941 y que, posteriormente, tras la caí­da de la dictadura, sirvió de base para la estructura del Instituto de Antropologí­a e Historia en 1945. Manuel Galich se convertirí­a después en Ministro de Educación del Gobierno Revolucionario. Esta nueva forma de pensar que se estaba construyendo adquirió su estatus de ideologí­a oficial hasta 1945, configurando una lí­nea de pensamiento encaminado a la reestructura de lo cultural y educativo: a nivel étnico cultural, reflexiones y estudios previos como el trabajo etnográfico realizado por cientí­ficos alemanes a fines del siglo XIX y principios del XX, prepararon el terreno para que la investigación antropológica pudiera adquirir un carácter de ciencia aplicada, así­ como la labor propiciada por la Sociedad de Geografí­a e Historia (fundada en 1923), a la que se vinculó la Fundación Andrés Carnegie, que propició, a partir de 1936, estudios antropológicos en el occidente guatemalteco. Estos trabajos se realizaron con la dirección de Robert Redfiled y Sol Tax de la Universidad de Chicago y constituyó el inicio de los estudios de comunidad en Guatemala.

El escenario anterior, fortalecido por corrientes de pensamiento de orden cultural e indigenista a nivel continental, propició el nacimiento de un grupo de guatemaltecos que formularon las bases de un programa para lograr la plena participación social tomando elementos culturales y étnicos (para ese entonces indí­genas), estableciéndose como máxima que:

«el progreso de la nación entera dependí­a del mejoramiento de las condiciones que viví­a el indí­gena, así­ como de la valoración de todo patrimonio cultural».

Todo lo anterior ya en el marco de la Revolución de 1944. Juan José Arévalo, como pedagogo, se constituyó en foco de atención internacional por la naturaleza de sus concepciones polí­ticas muy ligadas a su experiencia de educador y polí­tico.

Al momento de tomar posesión de la Presidencia, Juan José Arévalo, el 15 de marzo de 1945, la situación socioeconómica del paí­s presentaba duros contrastes. El salario del campesino estaba en una escala que iba de cinco a veinte centavos de dólar al dí­a. El 2% de los hacendados poseí­a el 72% de la tierra, y el 90 por ciento de los pequeños propietarios tení­an, entre todos, el quince por ciento de los terrenos productivos. Los indí­genas en el campo estaban atados a las grandes plantaciones por el antiquí­simo sistema de trabajo forzado, que imponí­a al menos 150 dí­as del año de deuda de trabajo en vez de impuestos. Aunque desde la primera constitución del paí­s se abolí­a la esclavitud, los sistemas de trabajo rural prevalecientes hasta 1945 eran apenas distinguidos de la servidumbre involuntaria: la tasa de 75 por ciento de analfabetos llegó hasta el 95 por ciento entre los indí­genas. El promedio de vida era de 50 años para los mestizos, y de 40, para los indí­genas.

Una de las primeras medidas que tomó el Gobierno Revolucionario de Arévalo, fue aumentar sustancialmente los sueldos de los maestros. En 1946, el Congreso Legislativo aprobó la primera Ley de Seguridad Social que se promulgaba en el paí­s, y otorgaba garantí­as en la conservación de la fuente de trabajo, indemnización por accidente, protección a la maternidad, educación básica y atención sanitaria. De consecuencias más profundas fue el Código de Trabajo, aprobado en 1947, y que por primera vez en la historia laboral guatemalteca protegí­a al trabajador frente a los grandes propietarios agrí­colas y otros patronos.

La reacción de los grandes latifundistas no se hizo esperar: configuraron una corriente de opinión opuesta a las reformas que recogió lo más reaccionario del pensamiento oligárquico y lo combinó con las renovadas ideas del «anticomunismo macarthista» de la postguerra.

La oligarquí­a de la época llevó su posición sobre el estatuto jurí­dico de los indí­genas en Guatemala en la que dejaba entrever la inconveniencia de considerarlos sujetos de la ley a la par de los mestizos, debido a la supuesta inferioridad natural del indio.

En el orden internacional, la expansión del imperialismo en el perí­odo de postguerra, buscaba la explotación de materias primas, encontrando en Latinoamérica la posibilidad de efectuarla, y para el conocimiento del paí­s se necesitó del apoyo de instituciones que efectuaran una amplia labor de investigación sobre la cultura, geografí­a, lingí¼í­stica, etc. Una de las instituciones dedicadas a esto fue el Departamento de Asuntos Indí­genas, convirtiéndose en el futuro en el Instituto Indigenista Interamericano que tendrí­a su sede en México y, a partir de él, la creación de institutos en cada paí­s de América Latina. El eje de interés de consolidación de la polí­tica indigenista fue facilitar la penetración capitalista y, por ende, la ideológica neoliberal. Sin embargo, todo esto respondió a una polí­tica ideológica basada en las posiciones epistemológicas como el relativismo cultural y el funcionalismo, como representaciones teórico metodológicas que colaboraron con la extensión en ese entonces del capitalismo. La polí­tica indigenista de mayor fuerza fue la de México, y lo que llegó a Guatemala fue la Polí­tica de Integración, la cual querí­a corregir las ideas etnocentristas e introducir un elemento de justicia social en la polí­tica indigenista estatal.