Hay libros, son pocos, pero son, que permanecen dormidos como el inconsciente. Reprimiendo entre sus tapas sentimientos y vivencias que, acaso, nos dé vergí¼enza reconocer frente al espejo. Pero un día, sin previo aviso, se abren y dejan salir una carga inexplicable de ideas que a muchos -los más- no dirán nada, y a otros -a los que buscan y se desesperan en la poca claridad de las respuestas trascendentales-, les dicen todo. Es un reconocerse frente a un espejo empañado, mirarse el rostro como al de un extraño y, sin embargo, intuir que en aquello, en todo aquello, hay «algo que me habla sólo a mí».
Así es la novela de la guatemalteca Eugenia Gallardo (Cobán, Alta Verapaz, 1953), «No te apresures en llegar a la Torre de Londres porque la Torre D Londres no es el Big Ben» (F&G Editores, 1999).
Fascinante desde el título, que encierra un enigma en sus palabras, sigue siéndolo a lo largo de toda la obra, e incluso después de que la autora ponga el punto final.
No se trata de una novela propiamente dicha, pero tampoco es un libro de cuentos ni un poemario en sí mismo. Sin embargo, y quizá sea ése su encanto, tiene un poco de cada uno de los géneros mencionados.
Compuesto de 52 capítulos y un epílogo -calendario de 52 semanas con un Cuento por Semana, dice la portada- se trata de un texto que impacta desde la primera hoja: «Había una vez, en otros reinos, en otros tiempos, una princesa que no quería despertar». El texto inicia así evocando aquéllo de lo que no nos es fácil hablar (porque no lo comprendemos o porque lo hemos guardado en una gaveta muy al fondo de nuestra alma): la niñez. Se rinde así el lector desde la primera frase, ante la magia que el libro tenga que ofrecerle, entregándose como lo haría un niño frente a una imagen fascinante. Pero cuando nos creemos ya sumidos en un mundo ideal de fantasías, la autora arremete diciendo: «Â¿Mueres hoy o mañana, princesita? ¿Hay bala en esa celda, princesita? En el día la noche y la noche en el día. Hoy flores y paseos, mañana cuchilla. Aprendizaje cruel del arte del suicidio». Entonces el lector se desconcierta, porque lo que comenzó siendo una entretención de niños (como la vida), termina siendo un juego cruel y doloroso (como la vida también).
De lenguaje claro y capítulos terriblemente cortos, que no dan tiempo ni para acostumbrarse a la idea recién plantada, Gallardo logra penetrar el inconsciente más aletargado, porque se sincera con el lector. No deja nada para sí. Entrega en la obra sus palabras, pese a ser evidente y manifestarlo ella misma, que cada una le va doliendo más que la otra. Así, en el capítulo 17, cuando la pequeña niña Carmela, uno de los personajes más fascinantes de la obra, decide enfrentarse a su autora misma, aquella le grita desesperada desde las páginas de la novela: «Â¿Son otras verdades las que quiere poner en mi boca de niña boba? ¿las verdades de los otros para los otros? ¡qué cómodo! ¿por qué no hurga en su historia? ¿por qué no apela a sus dolores? ¿por qué se alimenta de mí si ya está grandecita? ¿porqué respira de mi aire? ¿por qué no dice: «Yo derramé la leche, este dolor es mío y este miedo y esta huida y…». Entonces la autora se decide a dar un desenlace cruel e inesperado a Carmela, mismo que el lector presencia desconcertado, tan desconcertado como se vive la vida llena de incongruencias marcadas por la razón de la sin razón.
Un libro altamente recomendable, tierno y cruel a la vez, hecho con carne y sangre, para aquellos que saben que es imposible asesinar a la «fantasía necia, testaruda, terca, camaleónica» en sus recursos, porque está, «una vez envenenada sobrevive envenenada y la llaman locura».