La ética es una cuestión central para la cabal comprensión del fenómeno humano, su supervivencia y su dicha. Es uno de los temas más apasionantes que puedan existir y quizá el más debatido a lo largo de la historia. Está presente en nuestra vida desde la infancia y nos acompaña hasta la vejez, es la esencia de los asuntos trascendentes pero también está presente en las discusiones y asuntos aparentemente irrelevantes; es el móvil de las leyes y de quienes se oponen a ellas, es la razón de ser de los tribunales, el corazón de las costumbres, de los pleitos individuales y de las guerras, el objetivo de muchas búsquedas místicas y el argumento central de las luchas políticas. Es un tema ubicuo, tan antiguo como actual y siempre candente. Es el más importante para la existencia humana.
No obstante lo anterior, en cuestión de valores ha sido siempre muy difícil ponerse de acuerdo. Los criterios que se asumen pueden alcanzar una variedad infinita; variedad que pone dolorosamente en crisis al viejo anhelo de contar con valores absolutos. Pese a ello, este es un sueño que se niega a abandonar el alma humana. Verdad, bondad, justicia, belleza, lealtad, tolerancia, etcétera, son palabras cuya sola mención evoca y convoca lo mejor de nosotros mismos y de los demás precisamente porque tienen sonoridad universal. Son ideas en las que late un reclamo para valer en todo tiempo y lugar por sí mismas sin depender de los acomodos circunstanciales de fuerzas económicas o políticas ni de las volubles opiniones o caprichos de las personas.
Sin embargo, frente a estas inspiradoras abstracciones se levanta el multiforme ejército de la relatividad ética integrado en la vida cotidiana y real por lo verdadero, lo bueno, lo justo, lo bello, lo leal, lo tolerable, etc. como expresión tangible de los casos concretos. Lo verdadero, ¿desde qué punto de vista y en qué época? Lo bello, ¿a juicio de quién? Lo justo, ¿para quién? ¿Conforme a qué leyes, en qué país y en qué período histórico? La lealtad ¿a qué o a quién? No olvidemos que sin un mínimo de lealtad entre los criminales no habría delincuencia organizada. La tolerancia, ¿extensible a los intolerantes para que finalmente la intolerancia prevalezca? Los ejemplos de relatividades no tienen fin.
Esta relatividad valorativa nos acosa por todos lados hasta el aturdimiento. Pareciera no existir un solo punto firme del cual prendernos aunque lo necesitamos y ansiamos desesperadamente. No obstante, sí existen elementos de objetividad de los cuales asirnos, pero para descubrirlos es necesario hacer un alto en el camino y revisar la filosofía que está detrás de nuestros actos.
Todos los individuos tienen algo de filósofos. No es que se dediquen a la disciplina académica que recibe ese nombre y de la que quizá huirían como de la peste. Pero aún así son filósofos sin saberlo pues tienen ideas básicas y creencias arraigadas que, acertadas o erróneas, se reflejan en su modo de actuar. Es filosofía aplicada. En verdad, los mejores filósofos son gente común, sencilla pero consecuente, que ha dado con verdades básicas que les guían y saben ser felices con ello, mientras que puede haber muchos profesores de filosofía que tienen su vida hecha un desastre.
Revisar y cuestionar nuestra filosofía, esas ideas arraigadas sobre el mundo y la vida, es lo que hace la diferencia entre un discurrir inercial meramente rutinario y uno consciente. Es la diferencia entre vivir y sobrevivir, o, lo que es lo mismo, entre experimentar la existencia como yendo en una nave al garete o tomar posesión del timón. Nada hay más necesario ni más gratificante que hacer esto último. El premio consiste en la dicha o paz interior que se alcanza a medida que va habiendo mayor congruencia entre lo que pensamos y sentimos con lo que decimos y hacemos.
Esta congruencia se refiere a todas las áreas de actividad. La moral no es algo que pueda confinarse a la intimidad, a las relaciones familiares o de amistad donde rige la lógica de la generosidad, separándola del mundo laboral y productivo con la excusa de que en los asuntos del mercado o de la política priva otra lógica: la de competencia despiadada y rivalidad feroz. Cuando se actúa conforme a estas premisas, la misma persona practica dos visiones valorativas contrapuestas que, lógicamente, producen dos conductas contradictorias. Se asume una moral para los días de trabajo y otra para los fines de semana.
A primera vista pareciera cómodo tener esta doble moral, pero la realidad es que el resultado es patológico individual y socialmente. No es posible que las mismas personas se rijan por valores opuestos sin que tal desarmonía genere una verdadera esquizofrenia, una personalidad dividida, una interioridad resquebrajada. Como lo individual y lo social son cosas que no pueden separarse impunemente, cuando los individuos se comportan dentro de esta esquizofrenia la realidad cobrará sus intereses tarde o temprano en diversas formas de desajuste personal y caos social.
Lo saludable es desechar la doble moral y actuar en cualquier lugar y momento conforme a las mismas motivaciones profundas. La ausencia de esta congruencia es la fuente de toda corrupción y no lo olvidemos: la corrupción hace que la ciencia se vuelva arma; el arte propaganda; la bondad ostentación; y la justicia negocio.