Afganistán no levanta cabeza


Dificultades. Un soldado canadiense en Afganistán trata de abrirse paso entre las siembras secas de un poblado de Panjwayi.

Cinco años después de que los talibanes abandonaran el poder bajo las bombas estadounidenses, Afganistán está lejos de ser pacificado e incluso los ataques insurgentes han alcanzado una violencia sin precedentes con el telón de fondo de una población desilusionada a causa de un gobierno que consideran corrupto.


La violencia, la más mortí­fera este año desde noviembre de 2001, con más de mil civiles muertos, es «el resultado del fracaso de la intervención internacional para frenar el ciclo de decenios de conflictos» en este paí­s, según la ONG Internacional Crisis Group (ICG).

«El primer error de los estadounidenses y de sus aliados ha sido no movilizar suficientes tropas ni recursos, lo que favoreció el regreso de los talibanes y de la inseguridad y ha provocado la desilusión de la población y la impopularidad del gobierno», explica Ajmed Rashid, experto paquistaní­ sobre Afganistán.

La Fuerza Internacional de Asistencia a la Seguridad (ISAF) sólo contaba en 2002 con 4 mil 500 hombres, todos ellos desplegados en la región de Kabul. Los efectivos se ampliaron bajo mandato de la OTAN hasta los 31 mil, respaldados por los 10 mil militares de la coalición internacional liderada por Estados Unidos.

A tí­tulo comparativo, la provincia serbia de Kosovo, unas 60 veces más pequeña que Afganistán, ha acogido a 40 mil soldados de la OTAN.

El jefe de la ISAF, el general David Richards, estimó él mismo insuficientes los efectivos para reducir la violencia, que se multiplicó por dos desde 2004 y se caracteriza por una nueva forma de terrorismo hasta el momento desconocida en Afganistán: los atentados suicidas.

El otro error de la comunidad internacional ha sido, según Rashid, no ejercer presión sobre las autoridades paquistaní­es para que «su territorio deje de ser un refugio de los talibanes».

«Los estadounidenses estaban menos preocupados en Afganistán por los talibanes que por los militantes de Al Qaeda. Pero con la ausencia de presiones sobre Pakistán, los talibanes se reorganizaron con la ayuda de Al Qaeda», aseguró.

La operación «Libertad Duradera» comenzó en Afganistán después de los atentados del 11 de septiembre de 2001 con la intención de capturar a Osama Bin Laden. Pero tanto el lí­der de Al Qaeda como el jefe espiritual de los talibanes, el molá Omar, están todaví­a en libertad.

Para paliar las necesidades de este paí­s paupérrimo, la fuerza de la OTAN se implicó en la construcción de puentes, escuelas y clí­nicas, pero «sin un Estado capaz de mantenerlas, no tiene ningún sentido», estima Joanna Nathan, analista en Kabul de International Crisis Group.

ICG preconiza reformas en la administración afgana y reclama una campaña contra la corrupción para impedir que los afganos, «desesperados y desilusionados», pasen a engrosar las listas de una insurrección que «todaví­a va a durar años».

Porque la situación para la población es todaví­a peor que hace cinco años: el coste de la vida ha aumentado, las infraestructuras de base son todaví­a deficientes y la seguridad no se mantiene, según la ONG Acción contra el Hambre.

Los insurgentes no son la única fuente de violencia: los polí­ticos locales están implicados en tráfico de drogas. Una situación que concierne especialmente al sur del paí­s, donde se concentra la insurrección de talibanes y la producción de opio, cuyo primer productor mundial es Afganistán.

A tí­tulo comparativo, la provincia serbia de Kosovo, unas 60 veces más pequeña que Afganistán, ha acogido a 40 mil soldados de la OTAN.