Guatemala, un país convulsionado por el crimen y la violencia y al que organismos internacionales como las Naciones Unidas y el grupo Small Arms Survey, han calificado como uno de los más violentos del planeta, a la par de otras naciones como Colombia, Jamaica o México, sufre nuevamente otra de sus peores incongruencias. Un absoluto y total desatino porque, estudios relacionados al fenómeno de la violencia han demostrado que la mezcla de la pobreza con la ignorancia y las armas, sólo logran formar un coctel explosivo al crear un ambiente de terror y vivir diariamente esa escena dantesca, como el caso nuestro, del asesinato de pilotos del transporte urbano, crímenes contra mujeres desvalidas, niños inocentes y toda clase de gente, vemos que en lugar de crear leyes que busquen disminuir los asesinatos y niveles de violencia, hoy, en nuestro «honorable» Congreso de la República con el falaz argumento del derecho a portar armas para la defensa, se promueve una permisiva ley de armas y municiones. Esta ley, que lleva una clara dedicatoria hacia las personas involucradas con este negocio, ya que dentro de otros privilegios no limita el número de armas que pueda tener una persona y también permite adquirir hasta 500 municiones semanales por calibre, representa a todas luces una ordenanza hacia el desorden y fomento a la violencia, aparte de pintarnos ante el mundo como una sociedad al estilo «rambo» e incongruente.
Uno de los aspectos ideales de toda sociedad es delegar el uso de las armas de manera exclusiva a las autoridades, pero en nuestro caso y por las circunstancias especiales y muy excepcionales de algunos ciudadanos, aún no se puede legislar para prohibir la tenencia y portación de armas fuera de toda autoridad. Eso yo lo reconozco, pero una cosa es determinar mediante un riguroso proceso de exámenes psicológicos y socioeconómicos, que personas califican, y otra es crear leyes permisivas y promotoras para la adquisición de armas y municiones en una sociedad que se debate entre la violencia y la muerte. Pues no se requiere ser un experto para deducir que la abundancia de armas en un pueblo pobre e ignorante sólo contribuye a la alta incidencia de homicidios, pues de hecho ya somos un conglomerado armando para implantar nuevas leyes, que lejos de ayudarnos a reducir la violencia, promueve armar hasta el último guatemalteco amenazándonos con convertirnos en una sociedad salvaje y primitiva.
Posiblemente para aquellos que ya poseen armas estoy dándoles una impresión de ingenuidad, y es porque ellos tienen la falaz visión que para contrarrestar la violencia todos los civiles deben de portar armas. Obvian convenientemente las estadísticas que dicen que un delincuente asalta al que no tiene armas, pero asesina de manera directa al que las porta. Este dato sólo confirma lo equivocado de la idea que tienen algunos de que andar armado brinda más seguridad. Pero lo triste de Guatemala, que después de una guerra fratricida de más de 30 años, los guatemaltecos esperábamos campañas de despistolización y programas de fomento a la cultura de la paz, otra clase de legislación, como sucede en otros países donde se endurecen las penas a la portación ilegal de armas y se promueven culturas antiarmamentistas, pues se induce a los niños a cambiar los juegos electrónicos de violencia o juguetes bélicos por computadoras, pelotas de futbol o instrumentos educativos y de trabajo. No puedo negar mi tristeza al ver que en lugar de estar reformando las instituciones públicas para que al fin velen por el bien común, seguimos viendo el mercantilismo que representan los intereses sectoriales. Ojalá algún día tengamos el valor para cambiar el país, y sabemos que el primer paso para la reforma política empieza con la representatividad del Congreso de la República.