Sí¶ren Kierkegaard: El concepto de la angustia


Eduardo Blandón

Kierkegaard es de esos personajes cuya vida la hacen valiosa a cualquier precio. De carácter melancólico, con tendencia a la tristeza e infancia infeliz, el filósofo danés comprendió que su vida tení­a un propósito y trabajó arduamente para conseguirlo. Renunció a todo: al amor, a su Iglesia y a la seguridad familiar con tal de orientar a las personas de su época por las sendas de lo que él llamó la vida auténtica.


Sí¶ren Kierkegaard nació en Copenhague en 1813 y fue el último de una familia de siete hijos. La educación triste y dura que recibió de su padre, dicen los textos biográficos, exageró su disposición a la melancolí­a. «Educación insensata», dirá él más adelante, enteramente dominada por las ideas de deber y de pecado.

Verneaux dice lo siguiente del pensador: «En 1830, Kierkegaard entra en la universidad. Liberado de la tutela de su padre, abandona toda práctica religiosa y lleva una vida disipada, contrayendo deudas para satisfacer sus caprichos. Pero en 1838 una crisis espiritual, que llamó «el gran terremoto», le hace volver a una vida religiosa ferviente. Decide hacerse pastor, se gradúa en teologí­a, pronuncia su primer sermón en una iglesia de Copenhague y defiende en 1841 una tesis doctoral sobre El concepto de ironí­a».

Es por esos años que se promete con Regina Olsen, una jovencita de diecisiete años por la que experimentó por primera vez el amor. Sin embargo, la relación no funciona. Se siente triste. Toma conciencia que lo suyo es una vida entregada a la filosofí­a y se abandona a la reflexión para siempre. Esto sucedió en 1841.

Ahora toma conciencia de su vocación: quiere ser un escritor religioso. Así­, gozando de una buena posición, heredada de su padre, se instala en Copenhague con un secretario, un ama de llaves y uno o dos criados. Durante el dí­a frecuenta la sociedad en la que brillaba por su inteligencia. Por la noche medita y escribe, sobreexcitado por la afluencia de pensamientos.

En la brevedad de su existencia, 42 años, logra una producción bibliográfica suficiente para dejar huella en la historia del pensamiento occidental. En 1843 aparecieron tres obras: La alternativa (literalmente O lo uno o lo otro…, traducida a veces con el tí­tulo De dos cosas una), Temor y Temblor, y La repetición. En 1844 se publican las Menudencias filosóficas, y el Concepto de angustia. En 1845 los Estadios del camino de la vida. En 1846 el Postcriptum incientí­fico de las menudencias filosóficas. En 1848, el Tratado de la desesperación (o La enfermedad mortal). En 1850 La Escuela del cristianismo.

Los historiadores de Kierkegaard afirman que sus libros se publicaron a menudo bajo distintos seudónimos. Sin embargo, paralelamente publica con su nombre una serie de Discursos edificantes, los más importantes de los cuales llevan el tí­tulo de Vida y Reino del amor (1847). Además, desde 1831, habí­a escrito un diario í­ntimo. A su muerte se encontró la mayor parte de dicho diario, así­ como una obra escrita en 1848 y que no habí­a querido publicar: Punto de vista explicativo de mi obra.

En la presente obra, Kierkegaard expresa la esencia de la naturaleza humana: ser alguien con angustia. Esta realidad no es algo accidental o evitable, sino la condición propia del ser humano (las bestias, dirá, no tienen angustia). Por tanto, los hombres deben asumir su estado y luchar a través de sus decisiones por una vida digna de humanos.

Pero, ¿qué es la angustia? La angustia es provocada por la nada, dice. En realidad, se distingue del temor en cuanto éste tiene un objeto que le espanta, pero en la angustia no hay nada. La angustia tiene por causa un poder que es siempre posibilidad y le hace temblar por un estado en el que espí­ritu de alguna manera flota.

La angustia es experimentada por todos los hombres, incluso por Adán, dice Kierkegaard, aunque de manera diversa y menos refleja. Adán introduce la pecaminosidad al mundo, pero no fue alguien esencialmente distinto a los demás. Está dentro de la historia y con el pecado da un salto cualitativo a su existencia.

«Si deseamos expresarnos con todo rigor y exactitud, deberí­amos decir que por el primer pecado entró la pecaminosidad en Adán. De ningún hombre posterior se nos ocurre afirmar que por su primer pecado haya venido la pecaminosidad al mundo, si bien ésta, a pesar de todo, viene de un modo análogo por medio de este primer pecado, de un modo que no es esencialmente distinto. Por eso, lo exacto y riguroso serí­a afirmar que solamente hay pecaminosidad en el mundo en cuanto es introducida por el pecado».

Por el pecado, la humanidad pierde la ingenuidad y gana el sentimiento de culpa. Ahora se reconoce diferente y todo su mirar cándido es diverso: la sensibilidad se vuelve pecaminosidad y lo sexual que antes era una realidad serena cambia a lo mismo. Incluso el sentimiento de eternidad dejará de ser igual, ahora se siente perdido en el tiempo y corre el peligro de no encontrarse jamás.

«Por lo tanto, la sensibilidad no es pecaminosidad; pero siempre que se pone el pecado, tanto al principio como en lo sucesivo, éste nunca deja de convertir la sensibilidad en pecaminosidad. La diferencia entre el bien y el mal surgió en el mismo momento de comer el fruto del árbol prohibido; y junto con esa diferencia apareció también la diversidad sexual en cuanto impulso».

El pecado que provoca la debacle de la especie humana, el paso de una vida en la que el espí­ritu es perfecto a una existencia «sui generis», provoca además, una angustia subjetiva y objetiva. La angustia subjetiva es la que padecen los hombres de manera inevitable por el sentimiento que produce la nada como posibilidad y la angustia objetiva se define como la sombra del pecado que alcanza a la humanidad.

«Queremos designar como angustia subjetiva aquella que acompaña la inocencia del individuo y que corresponde a la angustia adamí­tica, pero con la particularidad de que se diferencia cuantitativamente de ella en virtud de las determinaciones cuánticas de la generación. En cambio, por angustia objetiva entendemos el reflejo de esa pecaminosidad de la generación en todo el ámbito del mundo».

Con todo, insiste Kierkegaard, la angustia no es ni buena ni mala, sino la condición natural vital de los seres humanos. Hay que asumirla y experimentarla hondamente, como los genios, como medio para encontrarse con Dios.

Lo animo desde este espacio a incorporar el concepto de la angustia a su biblioteca y, más allá de todo, a que lo lea para encontrarse con un filósofo peculiar.