Arturo Arias
Esta década, crucial para la historia del Istmo, evidenció una nueva ola de producción literaria, especialmente la narrativa, que se constituyó en género hegemónico a lo largo de dicho período y que significó una ruptura fundamental con la narrativa anterior. Sin lugar a duda, la novela más innovadora de esta década fue «Mulata de tal» de Miguel Angel Asturias, publicada en Argentina en 1963. Sin embargo, dado que Asturias (1899-1974) era un escritor mayor, ya establecido, residiendo en Europa, y que ganaría el premio Nobel de Literatura en 1967, pero que por esas mismas circunstancias mantenía escaso contacto con los entonces jóvenes escritores residiendo en Centroamérica, me limitaré a mencionarlo apenas en la producción de esta década.
Otro importante escritor que vinculaba las generaciones anteriores con las más jóvenes era el cuentista guatemalteco Augusto Monterroso (1921-2003). Dos de sus obras más importantes, «La oveja negra y demás fábulas» (1969) y «Movimiento perpetuo» (1972), aparecieron por entregas en las revistas culturales mexicanas a lo largo de los sesenta, antes de ser recogidas en libro. De una manera análoga a la de Borges, Monterroso rompió con las nociones tradicionales del cuento por medio del uso de la parodia y de formas postmodernas reinventadas de la fábula, del ensayo y de otros géneros periodísticos marginales. Monterroso transformó todos éstos en proposiciones humorísticamente originales al poner sus signos al revés y reconstituirlos como si fueran mecanismos para ser desarmados y reconstruidos. Monterroso ejerció una fuerte influencia sobre Sergio Ramírez, de quien se convirtió en cercano amigo a partir de los setenta. También influenciaría a jóvenes escritores guatemaltecos que empezaron a publicar hacia mediados de los setentas, especialmente a Dante Liano.
De los entonces «nuevos» novelistas, o bien de poetas convertidos a «nuevos» novelistas bajo el entusiasmo de la nueva narrativa del boom latinoamericano, «Cenizas de Izalco» (1966) de Claribel Alegría y Darwin Flakoll, fue la primera de una serie de narrativas de esta nueva generación que expresó las transformaciones culturales de los años sesenta en su forma literaria. Entre los iniciadores más destacados de la nueva ola estaban Roque Dalton, Alfonso Chase, Lizandro Chávez Alfaro y Carmen Naranjo. Todos estos narradores experimentaron con prácticas discursivas novedosas, informadas por los desarrollos literarios que estaban teniendo lugar en otros puntos del continente. Dada la crisis política de la década, sin embargo, no confundieron la experimentación formal con falta de contenido social. Ellos estaban conscientes de que, en ese momento, ser un escritor en Centroamérica significaba ser una figura pública, un barómetro moral y un portavoz de la oposición a los regímenes militares de la región. La mayoría de estos escritores, por lo tanto, pertenecieron o simpatizaron con los partidos políticos de izquierda, y muchos estaban comprometidos en su vida cotidiana no sólo con líderes políticos de oposición, sino también con activistas estudiantiles, trabajadores y campesinos. Dado el clima cultural de los tiempos, cuando la simpatía por la revolución cubana imperaba y métodos violentos para derrocar a los regímenes militares eran la orden del día, los escritores tenían poca alternativa fuera de representar los temas sociales politizados, independientemente de cuán innovadores fueran en términos estilísticos. El único escritor de primera línea que no participó en la política de izquierda fue el salvadoreño Alvaro Menén Desleal. Sin embargo, se interesó por conservar su amistad con sus colegas más izquierdistas, tales como Dalton, Roberto Armijo, Manlio Argueta, Italo López Vallecillos y José Roberto Cea, y no perdió contacto con ellos ni siquiera cuando trabajó para el gobierno demócrata cristiano de su país en los ochenta, en el momento más álgido de la guerra civil salvadoreña. Sin embargo, a pesar de que su obra es altamente innovadora, fue parodiado y criticado por Dalton en «Pobrecito poeta que era yo…» (1976) e ignorado por la mayoría de los críticos culturales del istmo debido a su pasado político «manchado», aunque algunos admitieron que efectivamente fue uno de los mejores cuentistas de la región.
La singularidad de la Centroamérica post-1954 -traumatizada por la invasión a Guatemala en junio de ese año que removió al presidente constitucional Jacobo Arbenz, quien era anatema para los intereses estadounidenses por su nacionalismo económico- dictó que los contenidos literarios después de ese momento tuvieran que ser de naturaleza política si el sujeto letrado iba a encajar en los juegos de verdad en la región y defender su centralidad escrituaria. Dado el fermento de los tiempos, esto fue en parte una práctica coercitiva de las sociedades civiles centroamericanas, particularmente del sector letrado intelectual. Pero fue también una respuesta ética a la invasión guatemalteca y sus consecuencias, que condujeron a toda la región al caos. Estas condiciones -la serie vertiginosa de eventos políticos y agendas secretas- podían ser enmarcadas tan sólo por el lenguaje literario, en parte porque las ciencias sociales centroamericanas aún estaban dominadas por las europeas y estadounidenses en ese momento. Los centroamericanos no habían desarrollado todavía su propio cuerpo de trabajo científico, aunque comenzarían a hacerlo durante la década siguiente.
Debido a que la voz del nacionalismo había sido primordialmente la voz de los sectores medios en Centroamérica, el sector al cual pertenecían la gran mayoría de intelectuales y artistas, no es entonces sorprendente que buena parte de los que aparecieron después de 1954 estuvieran influenciados por esta voz al intentar representar simbólicamente dichos eventos en su literatura, mientras se encontraban simultáneamente sumergidos en desenfrenadas contiendas sociales. Como Dalton afirmó, la generación comprometida de El Salvador -que se organizó en 1956, luego de que el poeta guatemalteco Otto René Castillo se juntara con los jóvenes escritores salvadoreños en su exilio post-1954, y que incluyó excelentes poetas y narradores tales como Dalton, Argueta, Vallecillos, Menén Desleal, Armijo y Cea, entre un grupo singularmente notable de escritores- adoptó el dicho de Asturias «El escritor es una conciencia moral» como su principio guía.
En este contexto puede también parecer paradójico que los escritores centroamericanos no tuvieran que preocuparse por tener lectores. A pesar de que el analfabetismo era más alto que en el presente, agencias regionales tales como el Consejo Superior Universitario Centroamericano (CSUCA) subsidiaban las editoriales universitarias y crearon una editorial regional a su vez, EDUCA (Editorial Universitaria Centroamericana) en 1968, que iba dirigida a las élites intelectuales letradas progresistas a nivel local e internacional. Frecuentemente, los mismos escritores actuaron como directores de estas editoriales universitarias, como sucedió con Roberto Armijo, Italo López Vallecillos y Sergio Ramírez. Era una situación inusual, si bien típica de la época. Los escritores simultáneamente ejercían el papel de letrados que celebraban la centralidad de la escritura y defendían su aura, a la vez que transgredían por medio de la misma escritura el poder del estado, ejerciendo una política de resistencia frente al mismo. Los escritores sabían que en dicho período, los lectores eran tan sólo una pequeñísima fracción de los sectores medios, acompañados de algunos individuos iluminados de las clases dirigentes. Pero, dada la herencia de la «ciudad letrada,» el innovador concepto de íngel Rama, gozaban de gran respeto político. Como ya he afirmado en otros escritos, se beneficiaron de lo que Idelber Avelar llama «el aura tradicional del letrado.» Los intelectuales no estaban compitiendo con los ideólogos porque ellos mismos eran los ideólogos. Esta relativa independencia, por contradictoria que sea, le permitió a la nueva literatura emerger a principios de los sesenta para marcar una ruptura significante con los discursos narrativos tradicionales de los cincuenta.
Los escritores de los cincuenta habían quedado muy marcados por el realismo social importado de la Unión Soviética e impuesto por los escritores y artistas pertenecientes a la Juventud Comunista durante el final de los cuarenta y principios de los cincuenta. Era una forma incrustada en la problemática de la Guerra Fría. Las nuevas tendencias fueron el resultado de la rebelión contra el realismo social, pero también son emblemáticas del rechazo de la línea política comunista que originalmente lo había promovido. Este proceso tuvo lugar durante el inicio de los años sesenta, cuando organizaciones radicalizadas rompieron con los partidos comunistas patrocinados por la Unión Soviética y crearon estructuras guerrilleras que imitaron el modelo cubano, intentando implementar las enseñanzas y teoría guevaristas. Al nivel literario y cultural, este cisma político se manifestó como una transición en la conciencia lingí¼ística que produjo nuevas formas artísticas y literarias de lo que García Canclini denominó «una alianza entre la innovación artística y la internacionalización de la cultura» que «convirtió los gustos de las poblaciones en algo más sofisticado.»
«Cenizas de Izalco» de Alegría y Flakoll, experimentó, formalmente, con la creación de nuevos códigos simbólicos y rompió con los viejos paradigmas históricos para redefinir a la sociedad salvadoreña desde la perspectiva y punto de vista de la matanza de 1932. Lo que es más, la novela desplaza la centralidad de la mirada masculina en favor de la femenina, algo muy atípico en la ficción centroamericana, particularmente en narrativas con enfoque político. De hecho, el único antecedente femenino en la narrativa de la denominada alta literatura lo constituyó la costarricense Yolanda Oreamuno (1916-56). Sin embargo, al residir en México, y publicar escasamente, permaneció casi desconocida en la propia Centroamérica hasta ser redescubierta por Sergio Ramírez en los años setentas. Caso aparte sería el de las autoras de romances femeninos tales como la hondureña Argentina Díaz Lozano, pero ellas se movieron principalmente dentro de los marcos de la literatura popular. «Cenizas de Izalco» se convirtió en un parteaguas, señalando el fin del realismo social. Desde su aparición, el estilo y forma de cualquier novela Centroamérica pasó a figurar de manera tan fuerte como su contenido. En otras palabras, luego de «Cenizas de Izalco» ya no bastaba con escribir sobre «temas políticos». El trabajo tenía que exceder los límites de lo ordinario; tenía que ser políticamente transgresivo y lingí¼ísticamente innovador a la vez.
Chase, Dalton, Naranjo y Argueta profundizaron las nuevas técnicas narrativas en parte como resultado del gran éxito tanto de los novelistas del boom como de «Cenizas de Izalco», aunque a veces también por medio de autónomas búsquedas paralelas que eran más bien reflejo de su tiempo que una manifestación propiamente consciente de las transformaciones narrativas que tuvieron lugar a lo largo de esa década. En ese proceso generaron un «miniboom» en Centroamérica durante los setenta.
Un ejemplo del principio de «Cenizas de Izalco» basta para evidenciar qué tan diferente es de la novela «realista» tradicional:
«Unos contra otros chocan los platos en la cocina. María murmura, refunfuña en un interminable soliloquio. Se ha encogido papá. Indefenso, viejo, duerme en la pieza medio oscura. Qué rico estar descalza; los mosaicos color de chocolate me refrescan los pies. Los arcos del corredor pintados de cal, rodean el jardín como una tropa de elefantes de circo, juntando colas con trompas. La veranera chillona, la delgada fila de rosales, la pila del centro donde tantas veces Alfredo y yo chapoteamos persiguiéndonos a gritos. El jazmín, el árbol de papaya, la araucaria, la hiedra en los tapiales. Qué calor hace.» (9)
Enseguida, se narra que Frank Wolff (cuyo apellido descubre el lector sólo al final del capítulo dos) mencionó en su diario los retumbos del volcán de Izalco cuando Carmen tenía siete años (estas descripciones en efecto aparecerán en el diario al final de la novela). Pero aún no sabemos quién es Frank, ni que la narradora es Carmen, la hija de Isabel y amante de Frank. Descubrimos eso al final del primer capítulo, pero no de manera inmediata. Primero, Carmen visita el mercado de Santa Ana y mezcla las memorias de su niñez con sus reflexiones durante el presente narrativo en el cual está «contando» la historia. Los lectores curiosos tienen que construir gradualmente la historia de Frank y de Isabel en sus cabezas. No son abrumados con exceso de datos acerca de los personajes principales, sus circunstancias, o el escenario en el cual se desenvuelven. En vez de ello, se van revelando gradualmente al lector desde dentro, por medio de un método introspectivo que los muestra como individuos pensantes cargados de sentimientos, portadores de una subjetividad claramente definida. Se abren el uno al otro por medio de un diálogo continuo, en una constante exploración del inconsciente del otro, que es a su vez mostrado al lector por medio de Carmen. Este proceso textual era totalmente nuevo y revolucionario en Centroamérica para esas fechas.