Julio Donis C.
La práctica del espionaje ha existido desde hace mucho tiempo y su objeto no sólo se ha centrado en la política, sino también en el mundo de la industria y de los negocios. La práctica del espionaje por diversas vías, sea telefónico, a través de la captura de imágenes o de otros medios se ha desarrollado casi paralelamente con la evolución de la tecnología de las telecomunicaciones. En tal sentido el reciente descubrimiento de toda una maquinaria dispuesta para el fisgoneo político, en las más altas esferas de la Presidencia, no será una práctica que se implementa por primera vez. Lo que si es novedad es la denuncia pública que hace el presidente Colom, y que claramente arremete contra esas oscuras estructuras de poder en la SAAS, que se supone es la entidad encargada de cuidar por su seguridad.
Como decía, el espionaje telefónico no es algo reciente y su práctica está relativamente al alcance de muchos, desde que el desarrollo tecnológico de artilugios diseñados para escuchar la vida de los otros, ha tomado diversas formas y novedades; basta con navegar en los sitios Web correctos para conocer la diversidad de formas y mecanismos. El espionaje debe considerarse como un recurso de la política sucia, y es siempre una opción de los que no dan la cara y prefieren esconderse en la oscuridad segura que provee la impunidad. Es deplorable la acción del marido que espía a su mujer, como también lo es la campaña sistemática de un estado y sus aparatos, que juzgan a través de un andamiaje complejo, la vida de los que supone son adversos al régimen para luego reprimirlos.
La intrusión que se hace vía espionaje telefónico o por video busca acumular información que será de utilidad para el perpetrador, sin embargo, hay veces en las que la sola denuncia y persecución contra el que espía tiene un efecto político mayor que lo que consiguió escuchar el fisgón. Este es el caso reciente del presidente Colom en el cual se anotó un precedente importante con la denuncia de espionaje a su círculo más cercano y a la vez se protegió la institucionalidad, dejando en un segundo plano la vulnerabilidad de la que fue objeto, aunque no por ello menos importante, puesto que se evidenció la fragilidad de los cercos de seguridad con que debe contar el líder del poder ejecutivo.
Por el otro lado, no hay que olvidar que el valor y el contenido de lo espiado constituyen un cúmulo de información o un capital político que en manos equivocadas puede llegar a ejercer mucho daño. Escuchar al otro constituye una intrusión y vulnerabilidad, comparable con la violación que se hace de la correspondencia personal o cuando se ingresa al domicilio. El que intercepta llamadas privadas delinque, pero el que utiliza la información o el contenido recabado y lo filtra a terceros como, por ejemplo, medios de comunicación, o a terceros, magnifica el hecho y lo propaga.
Visto como fenómeno geopolítico o como rasgo de la historia, hay que decir que la maquinaria del espionaje ha tenido un desarrollo técnico, así como un andamiaje institucional necesario para adjudicarle diría, una legitimidad velada. Para nadie es un secreto el servicio que han prestado los aparatos de espionaje y contraespionaje de muchos estados y de muchas empresas. Es arma de políticos y en estos días de conglomerados industriales, sin embargo, a pesar del conocimiento de su existencia, todos se cuidan de ella y contradictoriamente las acciones para erradicarla no se dan con la misma contundencia, como si las que permiten, informalmente su desarrollo. Para decirlo de manera más cruda, siempre hay maneras de averiguar lo que no se puede saber y conocer por la vía formal.
Esto se relaciona con la consideración de legitimidad que consideran los gobiernos, media vez sea con fines de inteligencia, control político o para perseguir al crimen organizado, sin embargo la definición sobre los límites del espionaje telefónico cae en un terreno de subjetividad que amplía las posibilidades y justificaciones convenientes para escuchar al otro. Probablemente fue esa misma subjetividad la que permitió la implementación de un sistema de seguridad para el Presidente y su entorno. Lo que inicialmente tuvo un objetivo, probablemente fue lo que desvió la dirección de los micrófonos y de las cámaras escondidas en los ámbitos físicos de la Presidencia.
Las penas en otros países
Traigo a colación de este debate algunos ejemplos de la sanción que se hace en otras latitudes, sobre la escucha sin autorización judicial. En España, si un funcionario público intercepta comunicaciones telefónicas sin debido permiso judicial, se hace acreedor de un arresto hasta por seis meses y la inhabilitación absoluta hasta por 12 años para cualquier cargo público. En Francia está permitida la interferencia telefónica hasta por cuatro meses, la misma solo puede ser realizada por un oficial de la Policía Judicial. Implementar esta acción sin la autorización debida implica cárcel por dos o más años. Dicha actividad está aprobada para casos de seguridad nacional, prevención del terrorismo etc. En Italia la divulgación ilegal del contenido del espionaje telefónico es penada con prisión de seis meses a cuatro años. Y en Colombia, un funcionario judicial puede ordenar la intervención de un teléfono con el único fin de «buscar pruebas judiciales». El caso extremo en el abuso de este recurso lo tiene Estados Unidos, lugar donde la subjetividad para la identificación de una causa que autorice el espionaje por diversas vías, es amplísimo así como los aparatos del Estado que lo utilizan, basta con ilustrar como la causa del terrorismo permite a ese estado entrometerse y romper cualquier intimidad social de las personas.
A manera de conclusión, la intervención que se hace vía el espionaje telefónico resulta igualmente intromisorio si se hace con la «autorización judicial» debida que sin la misma. Nadie permite abrir su correspondencia sin la autorización debida. Ningún fin es lo suficientemente legítimo para utilizar el medio del espionaje. Creo más bien que nuestros temores e inseguridades individuales y sectoriales, han desarrollado una dimensión paranoica y perversa, que nos embiste de una aparente autorización para irrumpir en la vida del vecino con la justificación de salvaguardar la seguridad.