Harold Soberanis
Próximo a entrar el siglo XXI, las sociedades en general, comenzaron a replantearse diversos aspectos de la realidad. Dentro de ese análisis se cuestionó el papel de varias instituciones, que forman parte importante de la vida social y cultural de los pueblos.
La Universidad, como institución central de la educación superior, no escapó a ese escrutinio. De esa cuenta y a partir de ese momento, y en algunos casos mucho antes, bastante se ha discutido sobre el papel que las Universidades nacionales, especialmente, han de jugar en el devenir de las sociedades a las que pertenecen.
Asimismo, se ha intentado analizar a la luz de la realidad actual, la naturaleza de la relación Universidad-sociedad y el modo en que se articula o debe articularse tal relación. En este artículo, deseo hacer algunas reflexiones al respecto pensando, específicamente, en la Universidad de San Carlos de la cual soy, orgullosamente, egresado y donde desarrollo actualmente mi trabajo docente.
La preocupación y análisis sobre la relación Universidad-sociedad no es nada nuevo. Recuerdo, en mi caso, algún escrito de José Mata Gavidia sobre este tema. También tengo presentes, más recientemente, los trabajos que al respecto elaboró el padre Ignacio Ellacuría, destacado filósofo y teólogo español asesinado en El Salvador.
Los trabajos de éste último, revelan la importancia de dicha relación y destacan el papel que la Universidad, desde una posición política definida, debe desarrollar a efecto de no ser una institución más dentro del espectro social, sino ser aquel ente que pueda ejercer el papel rector que, junto a otros organismos estatales, dirija las políticas públicas, tanto como la reserva moral de una sociedad.
De ahí, la necesidad de generar un debate que involucre a todos los actores sociales, a fin de reflexionar sobre el rol que debe desempeñar la Universidad nacional en sociedades como la nuestra, es decir, en una sociedad que se abre a la vida democrática después de muchos años de guerra interna que, si bien es cierto produjo algunos avances en cuanto a los derechos elementales de la ciudadanía, también profundizó las diferencias entre una minoría que concentra la mayor parte de la riqueza y una mayoría que no posee más que su fuerza de trabajo.
La Universidad como tal, no escapó a la barbarie que esa lucha interna generó. De esa cuenta, esta noble institución sufrió una sistemática represión, que se tradujo en una violenta desaparición de destacadas figuras intelectuales que, desde sus aulas, cultivaban y promovían un pensamiento crítico y progresista el cual, por fortuna, dejó su impronta de libertad en muchos sectores democráticos de la sociedad civil.
Fuentes Mohr, Colom Argueta, Fito Mijangos, López Larrave, Oliverio Castañeda, son sólo algunos nombres de distinguidos pensadores cuyo pecado, que les costó la vida, fue soñar una sociedad más justa y equitativa.
El resultado de esta sistemática represión, que era política de Estado, se tradujo en el hecho de que la Universidad entró en un período de mediocridad y letargo general que tuvo sus peores consecuencias en su separación, como institución, de la sociedad a la que se debía, además de la fragmentación del saber y de la negación de su propio sentido a lo interno de sí misma.
Un tiempo antes de la firma de la paz que puso fin, al menos formalmente, a esos 36 años de violencia fratricida, ya se planteaba en el seno de la Universidad y en algunos sectores de la sociedad, la necesidad de cambiar el rumbo de esta institución. Se trataba no sólo de cambiar su rumbo, sino de recuperar, en la medida de lo posible, el papel fundamental que había tenido, no sólo como rectora de la educación superior, sino también, y acaso más importante, como conciencia de una sociedad que no termina de encontrar su camino.
Actualmente, se hacen innumerables esfuerzos por situar a la Universidad en el lugar que le corresponde. Quizá sea un proceso muy lento, pero creo que va caminando con paso seguro. Claro que como parte de toda una realidad social, cuya dinámica es muy compleja, la Universidad no se abstrae de determinados factores que afectan negativamente al país, tal el caso de la corrupción, que quizá sea en la actualidad, el mayor y más visible efecto de la descomposición social en que estamos, pero cuya causa final hay que buscarla en las estructuras que sirvieron de base a esta ficción que llamamos Guatemala.
Esta causa final habría que rastrearla en la historia hasta llegar al período de la Colonia, pues creo que ahí se encuentran las claves para entender este proceso degenerativo.
A mi juicio, es desde esta perspectiva y dentro de este contexto que se hace necesario reflexionar sobre la función de la Universidad nacional a fin de lograr una verdadera articulación con la sociedad, a la vez que sea el receptáculo que logre condensar las legitimas aspiraciones de ésta. Dicha articulación plantea no sólo un compromiso político, lo que nos lleva a enfatizar la politización de ambas, sino también un acuerdo ético por parte de la Universidad, lo que nos induce a pensar en el tipo de profesionales que se deben formar ahí.
Estos no sólo deben ser buenos en su profesión, sino deben fomentar y desarrollar una conciencia de clase que les permita ser los voceros de las esperanzas de un pueblo. Si sólo se quedan en el primer aspecto, es decir, en ser buenos profesionales que logran insertarse con éxito en el mercado laborar, serán el mismo tipo de profesional que están formando los centros privados de educación superior.
Cuando afirmo que la Universidad debe ser el eje desde donde se articulen las expectativas y demandas de la sociedad, lo hago pensando en una radical politización de ella. Reconozco que hablar de politización de la Universidad, resulta para muchos algo negativo. Esto tiene su explicación en la manera en que se entiende dicho término. Cuando se habla de politización, muchos piensan en la afiliación a un partido político «X». No es en este sentido en el que yo manejo tal término.
Politización debe entenderse, en un sentido muy amplio, como el involucramiento de las instituciones, en este caso la Universidad, en los asuntos del Estado y de la sociedad, involucramiento que se acompaña de propuestas de soluciones concretas y viables a la compleja problemática que configura a Guatemala. Pertenecer a un partido político específico, es sólo una parte de la vida política de una sociedad democrática que, por lo mismo, no agota su naturaleza.
Una cosa es ser político como un zoon politikón aristotélico y otra muy distinta ser político partidista. Aquél, se fundamenta en la naturaleza esencial del ser humano, y ésta en las simpatías que tengamos por determinadas banderas.
Hacer hincapié en la aparente naturaleza apolítica de la Universidad nacional, como algunos sectores reaccionarios pretenden, asignándole a esta institución una única función académica, es sesgar su realidad y negar su esencia original.
Al rechazar la politización de la Universidad se busca desconectarla de la sociedad y que pierda, de esa manera, su carácter de fundamento y reserva moral, para convertirla en una institución al servicio de los sectores poderosos.
Sólo desde esta perspectiva se puede comprender el ataque sistemático que, a través de sus centros de formación y en la voz de sus escritores a sueldo, tales sectores han emprendido contra la Universidad desde hace algún tiempo. Buscan con dichos ataques, pues, no sólo apoderarse de su millonario presupuesto sino también y quizá esto sea lo más grave, desvirtuar su función social.
Politización no es, entonces, politiquería. Es formar conciencia en sus futuros profesionales a efecto de que se involucren en los problemas de la sociedad y establezcan un pacto ético con los sectores más desfavorecidos. Es ganarse, en la lucha diaria, la condición moral de ser la conciencia de un pueblo.