Gabriel Aguilera Peralta
Centro de Estudios Estratégicos y de Seguridad para Centroamérica (CEESC)
Como me encontraba en la ciudad de México tuve oportunidad de ver, en el 2004, la gran marcha contra la inseguridad. Quedé impresionado por las dimensiones de la manifestación, daba la impresión que todos los habitantes de la ciudad habían acudido.
La ciudadanía del Distrito Federal sentía en ese entonces que el aumento de asaltos armados, robos en residencias y secuestros había sobrepasado cualquier límite. La marcha era una expresión de rechazo a la delincuencia y exigencia al Gobierno de cumplir con lo que es el deber fundamental del Estado: garantizar la seguridad de sus ciudadanos y ciudadanas.
Se adoptaron una serie de medidas para reformar y hacer más eficiente la acción de los cuerpos de seguridad, pero cuatro años después los índices de violencia criminal, en especial delitos de alto impacto como los secuestros y la actividad de las bandas al servicio de los capos de la droga, mostraron no una baja sino un ascenso.
El gobierno mexicano ha implementado diversas políticas, inclusive llamar al Ejército en el combate al narcopoder, sin embargo, no se ha logrado detener la violencia, que se ha constituido en uno de los principales problemas para la vida cotidiana en las grandes ciudades.
Empero, se está implementando una nueva e innovativa respuesta. El pasado 21 de agosto se firmó en Ciudad de México el «Acuerdo Nacional para la Seguridad, la Justicia y la Legalidad». Se trata de un compromiso nacional, producto de una amplia deliberación en que tomaron parte tanto el Estado como la sociedad civil. El Acuerdo no es una declaración de intenciones, sino tiene la forma de un documento de compromisos con calendario para observación.
Por medio de ese entendimiento, los poderes del Estado: Ejecutivo, Legislativo y Judicial, los gobiernos estatales (recordemos que México es un Estado federal), los gobiernos municipales, los integrantes del sector productivo (o sea la iniciativa privada o sector empresarial), las organizaciones de la sociedad civil, las asociaciones religiosas, los medios de comunicación asumen compromisos concretos de acción ante la inseguridad y se fijan plazos para cumplimiento.
La iniciativa del diálogo que dio origen al Acuerdo fue iniciativa de un padre de familia, empresario, cuyo hijo fue secuestrado y que pese a que se pagó el rescate, fue asesinado. El concepto del entendimiento es interesante. Si bien como dijimos la seguridad es función esencial del Gobierno, si la violencia rebasa la capacidad estatal de reducirla, debe asumirse como una tarea de toda la sociedad. Por esa razón el Acuerdo incluye a los principales actores colectivos, los que conjuntamente ejecutaran una estrategia de contención del crimen, cada quien en su campo de acción, incluyendo tanto medidas represivas como preventivas.
En los hechos, cuando se dan situaciones en que la inseguridad sobrepasa la capacidad del Gobierno de reducirla, los ciudadanos, desesperados por la amenaza, tienden a recurrir a medidas de autodefensa, tales como armarse, integrar grupos de vigilantes y en casos extremos ejecutar a supuestos delincuentes. Esa forma de reaccionar, de sí ilegal, suele ir acompañada de enfoques autoritarios y violentos y desde luego puede desembocar a su vez en terribles delitos colectivos, como los linchamientos. Pero aunque esa conducta se debe condenar, se deben ofrecer alternativas de participación en gestión de seguridad a la población, pero en el marco de un pensamiento democrático.
El ejemplo mexicano analizado busca precisamente ese objetivo. Está por verse cómo va a funcionar, si las medidas se observan como se ha ofrecido por todos los participantes y si se va a lograr reducir la violencia.
Dada la situación en Guatemala, debería analizarse si se podría intentar algo similar al Acuerdo de México. Tenemos la ventaja de contar con una estructura de participación ciudadana instalada de las mejores que existen en el continente, como es el sistema de Consejos de Desarrollo. En su configuración, ampliada mediante los Acuerdos de Paz, pueden participar todos los actores sociales, el Ejecutivo y las municipalidades, además desde el nivel nacional hasta el de aldea. Aunque originalmente concebidos para descentralizar las decisiones sobre las políticas para el desarrollo social, se les puede atribuir otros fines. Ya se ha hablado de hacer participar a los Consejos en la seguridad y en varios municipios hay experiencias de subcomisiones sobre esa temática.
Como se sabe, los Consejos no funcionan todo lo bien que se desearía y sus niveles de participación de los actores y de eficiencia varían bastante de un caso a otro. Pero la estructura existe, su base normativa y presupuestaria está vigente y dada la emergencia que atravesamos por la inseguridad, muy bien se podría pensar en implementar a nivel nacional por medio de los Consejos un proceso de adopción de decisiones para mejorar la seguridad y de asignación de responsabilidades para su cumplimiento. En ese proceso debería incorporarse, en lo posible, la participación de los otros poderes del Estado y de otros actores como las iglesias y los medios de comunicación.
Se trata de reflexionar, pero principalmente de actuar entre todos para vivir en una sociedad libre de violencia y de temor.
Gabriel Aguilera Peralta.