Jean-Franí§ois Lyotard: ¿Por qué filosofar?


Eduardo Blandón

No es la primera vez que un filósofo intenta indagar sobre el origen de la actividad filosófica. Heidegger y Ortega y Gasset, por ejemplo, son sólo dos de los pensadores más recientes que se tomaron en serio la cuestión y presentaron al público el resultado de sus reflexiones. Lyotard, en esta dirección, continúa un interés que al parecer ha sido la constante en el quehacer de los filósofos.


El autor, como puede deducirse del tí­tulo del libro, escribe la obra a partir de cuatro conferencias desarrolladas en la Sorbona para un curso propedéutico. Pero, aunque pueda suponerse que está dirigido a un público poco especializado o que se inicia en el ámbito de los estudios, el francés no ofrece un texto fácil ni ramplón, adaptado a la mente de principiantes. El filósofo no desciende a los infiernos con tal de hacerse ameno y fácilmente digerible sino que, por el contrario, opta por una exposición de altura.

Debe decirse que aun y cuando la presente obra no ayuda a conocer las grandes orientaciones del pensamiento de Lyotard, puede ser útil para una primera aproximación a la apuesta intelectual del filósofo de la posmodernidad. Desde este trabajo es posible atisbar sus referencias bibliográficas, su modo de especulación, el rigor con que desarrolla sus ideas y el método cómo aborda su objeto de estudio. Y es una buena manera de «degustar» sus ideas dada la brevedad del libro.

La primera conferencia expuesta es titulada «Â¿Por qué desear?». En ésta el escritor considera que la base del interés filosófico es el deseo. Se desea porque el filósofo, como encarnación de «Eros», es hijo de la pobreza y la abundancia. Y es por esa falta que se busca con ingenio las respuestas a los problemas de la vida. «Filosofar (sin embargo) no es desear la sabidurí­a, es desear el deseo».

La filosofí­a, dice Lyotard, no tiene deseos particulares, no es una especulación sobre un tema o una materia determinada. La filosofí­a tiene las mismas pasiones que todo el mundo, es la hija de su tiempo. «Pero creo que estarí­amos más de acuerdo con todo esto si dijéramos primero: es el deseo el que tiene a la filosofí­a como tiene cualquier otra cosa».

«Esta inmanencia del filosofar en el deseo se manifiesta desde el origen de la palabra si nos atenemos a la raí­z del término sophia: la raí­z soph -idéntica a la raí­z del latí­n sap-, sapere, y del francés savoir y savourer. Sophon es el que sabe saborear; pero saborear supone tanto la degustación de la cosa como su distanciamiento; uno se deja penetrar por la cosa, se mezcla con ella, y a la vez se la mantiene separada, para poder hablar de ella, juzgarla. Se la mantiene en ese fuera del interior que es la boca (que también es el lugar de la palabra). Filosofar es obedecer plenamente al movimiento del deseo, estar comprendido en él e intentar comprenderlo a la vez sin salir de su cauce».

En la segunda exposición, Lyotard continúa desarrollando el tema del deseo, sólo que ahora afirma que lo que en realidad busca el filósofo es la unidad perdida. En virtud de la desintegración de la visión del mundo y su complejidad, se busca ardientemente el principio que ayude a entender el descalabro de una realidad que se considera desconocida e incomprensible.

He aquí­ una respuesta clara a nuestra pregunta, dice el francés: ¿Por qué filosofar? Hay que filosofar porque se ha perdido la unidad. El origen de la filosofí­a es la pérdida del uno, la muerte del sentido.

El origen de la filosofí­a es la pérdida del uno, la muerte del sentido. Los presocráticos perdieron la unidad cuando renunciaron a las explicaciones mí­ticas para comprender el mundo a partir del recurso propio de la razón. Luego, el filósofo tiene urgencia de retornar a la unidad, para volver amable la permanencia en esta esfera.

«El deseo de unidad es la prueba de que esa unidad falta, pero también la unidad del deseo demuestra su presencia (…). Ya sabemos por qué es menester filosofar: porque se ha perdido la unidad y porque vivimos y pensamos en la escisión, como dice Hegel; también sabemos que esta pérdida es actual, presente, no pérdida en sí­, y que no hay una unidad, por así­ decirlo, transtemporal de esta pérdida».

En la tercera parte, el intelectual aborda el tema de la palabra filosófica. El filósofo, nos dice, es aquel que trata decir algo de las cosas, que intenta no quedar decepcionado en su búsqueda del objeto de su deseo. Pero a veces se enfrente con la imposibilidad de trascender el ámbito de lo dicho. El filósofo así­ puede convertirse en un simple repetidor de lo dicho por una estructura que lo condiciona.

Uno no habla solo, e incluso cuando lo hace, no está solo, dice el estudioso. «Hablar es comunicar. Pero esta expresión comporta ya en potencia un nuevo prejuicio, o más bien otra manifestación del mismo prejuicio que hemos señalado: la comunicación serí­a la operación que garantiza la transmisión de un mensaje preparado a uno de los polos del sistema. Expresar serí­a sacar al exterior lo que permanecí­a en el interior, lo mismo que se airean las alfombras. No hay nada de eso. Nuestra experiencia de una palabra viva no es de la recitación de un discurso prefabricado. Es la de una puesta a punto ante el interlocutor, ante las preguntas que nos dirige y que nos obliga a dirigir hacia lo que pensábamos, hacia nuestro propio mensaje, o lo que creí­amos que lo era».

¿A qué viene todo esto? A que la filosofí­a, con todo, tiene que estar dispuesta a arriesgarse y decir la palabra. Pero, además, el filosofar, agrega Lyotard, comienza cuando Dios enmudece. La paradoja de la filosofí­a, afirma, consiste en ser una palabra que se alza cuando el mundo y el hombre parecen haberse callado, en ser una palabra que de-siderat, desea, una palabra a la que el silencia de los astros ha privado de la palabra de los dioses.

«El filósofo es aquel que comienza a hablar en busca de ese verbo, quien no lo tiene al principio, y quiere tenerlo al final, el que no termina nunca de tenerlo».

Aún hay más en la obra de Lyotard, pero la última parte se la dejo a usted para que se aplique en la lectura.