Continuando con el esbozo de vida del gran músico Johannes Brahms, diremos que después de que el compositor dimitió del cargo de Director de Orquesta del Conservatorio de Viena, durante los cinco años siguientes se trasladó constantemente de un lado para otro; de esta época es su Réquiem Alemán, obra que le dio una gran fama, y la Rapsodia para contralto. Después de su regreso a Viena, dirigió durante algunos años el coro de la Sociedad de amigos de la música, asociación que debe a Brahms su gran prosperidad. Sin embargo, otra persona deseaba el puesto de Brahms y éste, muy dignamente, se retiró. Tres veces todavía se vio tentado a aceptar una colocación estable, pero en todas las ocasiones rechazó la oportunidad que se le brindaba: Simrock, su editor y amigo, había arreglado las cosas de manera que Brahms pudiera componer con toda tranquilidad e independencia. Esto no significaba que Brahms no tuviera otras actividades: trabajaba con regularidad como director de orquesta y como pianista; durante el verano se iba a componer a las montañas de Austria. Más tarde se vio atraído por Italia, como apuntamos.
Como siempre esta columna va dedicada a Casiopea dorada, esposa de tul y lucero, quien es viva primavera en mi vida y pasa como innumerable aroma recogiendo diariamente mi esperanza, mi ilusión apresurada y mis ansias de tenerla en plenilunios infinitos.
Con frecuencia visitaba a la viuda de su mejor amigo, Robert Schumann. También permanecía unido profunda y sinceramente a Hanslick, quien, con gran torpeza por cierto, puso en paralelo a Brahms con Wagner.
Fue necesario esperar a la ejecución de la Primera Sinfonía en 1877, para que Hans von Bí¼low se convenciera de la alta significación de Brahms; sin embargo, esta admiración tardía no fue muy hábil en la elección de sus términos, pues sería de muy mal gusto admitir como una invención feliz la célebre fórmula de las tres B (Bach, Beethoven, Brahms). Al frente de la célebre orquesta de Meiningen, von Bí¼low interpretó a Brahms por todas partes. Bach, Hí¤ndel y Beethoven fueron los ídolos de Brahms; también profesaba una gran admiración por Johann Strauss. Un día escribió sobre un abanico de Adela Strauss el principio del Danubio Azul, añadiendo bajo lo anotado: «Â¡Desgraciadamente, no es de Johannes Brahms!». Frecuentemente se le presenta como enemigo de Wagner; sin embargo, él mismo se llamaba el mejor wagneriano. Esta admiración se desprende también de muchas de sus cartas: «Actualmente, Wagner es el primero. Todo lo demás se desvanece ante él. Nadie -no digamos los «wagnerianos»- conoce tanto como yo su verdadero valor para estimarle en lo que se merece».
Por el contrario, Brahms no es ponderado cuando dirige su violenta crítica a Bruckner, de cuya música decía: «una monstruosa trompetería de la que no se hablará de aquí a un año o dos» e «Â¿Inmortales las obras de Bruckner? ¿Sinfonías? ¡Dejadme que me ría!». En 1896 murió Clara Schumann: «Muchas veces -escribió entonces-, que, de ahora en adelante, mi suerte es envidiable, pues ya no me es posible perder definitivamente a nadie que quiera tanto, tan enteramente y tan de todo corazón». Sin embargo, y aunque la cosa parezca mentira, ¡Brahms se equivocó de tren cuando tuvo que asistir a su entierro! Al tratar de las relaciones entre Brahms y Clara Schumann, a veces se ha dado rienda suelta a la fantasía, como ya apuntamos. Lo cierto es que nunca se ha podido probar nada pero queda mucho en el trasfondo musical.
A la muerte de Clara, anotó Brahms: «Â¿Existe una vida más solitaria?». Pero en otra carta de fecha anterior puede leerse el siguiente pasaje que ya comentamos: «He descuidado mi matrimonio. Cada vez que experimentaba el deseo de casarme tenía que reconocer que no me hallaba en situación de dar a una mujer todo el bienestar que merecía, pues siempre que he querido ser un hombre casado, mis obras eran silbadas en las salas de conciertos o tenían una fría acogida. Sin embargo, nunca me he dejado llevar por la desesperación, pues sabía lo que esto significada y tenía la seguridad de que un día u otro cambiarían las tornas. Cuando por la noche, después del fracaso, volvía a mi habitación solitaria, jamás me desanimaba. Por el contrario, si hubiera tenido que aparecer ante mi mujer en estos momentos, si me hubiera visto forzado a sufrir su mirada interrogadora para tenerle que confesar finalmente: un fracaso más no habría sabido soportar. Por mucha que sea la grandeza del amor que una mujer sienta por el artista, su marido, por muy grande que sea la fe que tenga en él, no lleva en sí misma la garantía de esta victoria final, cuya seguridad vive infaliblemente en el corazón del artista. Y la idea de que habría tratado de consolarme… piedad de la esposa hacia el marido a causa de su fracaso? ¡Bah! No puedo por menos de pensar el infierno que habría resultado mi existencia».
Nueva Guatemala de la Asunción, 8 de agosto de 2008