Centroamérica, una de las regiones con más alto í­ndice de desigualdad del mundo


Plantean la necesidad de recuperar el poder tributario del Estado, garantizar la función social de la propiedad y universalizar las polí­ticas sociales como condiciones para recuperar capital humano.

EDGAR GUTIí‰RREZ/CEESC

La doctrina de los derechos humanos dice que los derechos civiles y polí­ticos, económicos sociales y culturales, son indivisibles. Nuestros Estados han desplegado una red de protección de los derechos civiles y polí­ticos, pero la violación sistemática de los derechos económicos y sociales se ha convertido en varios lugares en una polí­tica de Estado. Y esta esquizofrénica separación de la agenda estatal es motor de las crisis de gobernabilidad, a la cual incluso le podemos atribuir un cierto itinerario, a juzgar por los patrones observados en Latinoamérica en las últimas dos décadas. El tema no es la gradualidad en la aplicación de las polí­ticas sociales, sino su ausencia.


Itinerario de la crisis de gobernabilidad

La experiencia reciente muestra cómo las crisis de gobernabilidad siguen cuatro momentos:

a) Crisis de confianza. Ocurren cada vez más precozmente en gobiernos recién instalados, en una aceleración del tiempo polí­tico, caracterí­stica de sociedades tele-informadas. Las primeras iniciativas del gobierno denotan inseguridad estratégica y un diagnóstico errado de las capacidades del aparato público. Rápidamente la sociedad toma nota de una «ausencia de rumbo». El inicio de un gobierno dubitativo, con poca pericia polí­tica, con dificultades para entender la naturaleza simbólica del ejercicio del poder propicia un rápido desencanto de los votantes, que empiezan un camino muchas veces sin retorno: el de la desconfianza de su propia decisión electoral. El indicador más certero es un significativo descenso en la popularidad presidencial, aún reversible en ese momento.

b) Crisis de conducción polí­tica. El siguiente paso produce bloqueos importantes en la gestión de la agenda gubernamental. Es la coyuntura en que se resquebraja la viabilidad polí­tica de las decisiones gubernamentales, y empieza a aparecer un clima de tensión y confrontación que hace que muchas de estas decisiones -que cuentan con plena legalidad-, tengan que ser desechadas por la ilegitimidad creciente de los actos de gobierno. Un indicador notorio es la combinación entre aceleración del tiempo polí­tico para la sociedad y un estancamiento del tiempo polí­tico de reacción para el gobierno, que se ve confrontado cotidianamente con la realización de sus promesas electorales.

c) Crisis de legitimidad. Las acciones del gobierno, y singularmente del jefe del Ejecutivo, son vistas con marcada sospecha -sea por impericia polí­tica, sea por razones de carácter ético. La viabilidad polí­tica de las acciones y decisiones gubernamentales se resquebraja severamente y se instala un clima de confrontación generalizada. En este momento, el gobierno pierde la iniciativa y el control sobre la agenda pública, y pareciera carecer de representación orgánica definida, así­ como de una estrategia consistente.

d) Crisis del Estado. Es el despliegue pleno de la crisis de gobernabilidad, que lleva a la quiebra del régimen polí­tico y del mismo Estado. El clima de confrontación se vuelve irreductible y el gobierno pierde el control de las tensiones y conflictos de la sociedad. El gobierno pasa a ser en uno más de los actores polí­ticos, que buscan llenar el vací­o de autoridad, y deja de representar un elemento central del orden polí­tico.

Este itinerario tiene puntos de inflexión y no retorno, que hacen de la comprensión de la dinámica por inercia de los conflictos sea un asunto de primera importancia para la gestión de cada fase de la crisis de gobernabilidad. La valoración del tiempo polí­tico es, en cada caso, el meollo de la comprensión de los diversos factores de la gobernabilidad.

Así­, el descontento social echa mano de los espacios de protesta que brinda la democracia para expresarse y exigir periódicamente la salida de gobiernos, considerados responsables de la angustia popular. Esa esquizofrenia produce otra: las democracias no pueden madurar ni consolidarse cuando la inestabilidad de los liderazgos al frente de las instituciones se vuelve una norma.

Centroamérica y Guatemala destacadamente, viviendo en democracia, es una de las regiones del mundo con más alto í­ndice de desigualdad. Sólo ese dato explicarí­a las tensiones institucionales y la vulnerabilidad de las democracias en la región. Dado que ni el aumento del empleo, ni la expansión de las clases medias son los pivotes de un desarrollo social democrático, las estrategias sociales de los Estados centroamericanos han adquirido, con la participación de la sociedad civil, una vocación de generar proyectos focalizados para mitigar pobreza. Su suerte es diversa, según las fluctuaciones de la economí­a mundial y la calidad y transparencia de las instituciones en cada paí­s. Así­, vivimos en democracias atrapadas entre polí­ticas de desaliento y el desaliento que produce la polí­tica.

¿Cómo se rompe ese cí­rculo? La función de los estadistas es esencial en la tarea de reedificar la institucionalidad del Estado. La recuperación de la autoridad de la polí­tica y de las tareas básicas del Estado de bienestar, resultan igualmente soportes insustituibles para el cambio. La tarea de los centroamericanos es ampliar mediante sinergias el espacio de lo que suele llamarse «interés nacional-regional» y atraer hacia ese terreno los temas torales de la cohesión social, que por ahora polarizan y despiertan temblores a la gobernabilidad. Me refiero a recuperar el poder tributario del Estado, garantizar la función social de la propiedad y universalizar las polí­ticas sociales como condiciones para recuperar capital humano -nutrición, salud y educación- y capital social -organización, confianza, valores. Sin ello no hay crecimiento sustentable ni competitividad sostenible en la región. Tampoco será viable una integración polí­tica que abra la avenida a la integración económica y social.