La muerte de un amigo es uno de los infortunios más grandes de la vida. Uno se acostumbra tanto a la familiaridad con él, a la confianza y a la alegría de la vida compartida que hay resistencia en aceptar un acontecimiento así. Por eso la tristeza y el dolor. En el fondo sufrimos porque sabemos el valor de lo perdido, atisbamos su ausencia y descubrimos (finalmente) el profundo cariño por esa persona que ya era parte de la vida propia.
Estos sentimientos los experimento ahora mismo que he recibido la noticia de la partida de mi amigo Michelle Marsicovetere, una persona excepcional cuyas talentos y cualidades tuve la oportunidad de conocer, compartir y disfrutar a lo largo de estos últimos años. «Mike», como le decía con afecto, era una de esas personas con las que uno siente la dicha de vivir y con la que se podía olvidar gustosamente la vida consciente, como decía el poeta, para descubrir perspectivas nuevas y visiones distintas.
«Mike» solía combinar el sentido del humor con la seriedad del científico que se aplica para descubrir las leyes de la naturaleza. Era la encarnación del Quijote que soñaba con el Sancho realista. Sabía que la vida era dura, pero creía en la ficción de un mundo realizable, alcanzable con el sacrificio y el esfuerzo de personas con compromiso. Por eso, mi amigo, el que ahora extraño tanto, hablaba de Guatemala como una pasión realizable, un proyecto que estaba ahí, necesitada sólo de gente con buenas intenciones.
Pero si Michelle vivía el futuro como el «ya, pero todavía no», ese lapso de espera lo hacía sufrir. Era uno de esos seres extraños con una sensibilidad divina: sufría ante el dolor ajeno y le dolía la pobreza moral y física del prójimo. Por eso su búsqueda constante de explicaciones, su rabia por un mundo que se resistía a la bondad y por la terrible terquedad humana. Consideraba que siempre había, sin embargo, una oportunidad y que nada estaba perdido.
Su fe y su desesperanza por el ser humano lo confrontaban a veces y le hacía tomar distancia y una actitud de escepticismo. El teatro humano para «Mike» era eso: un mundo en donde lo privativo era un tanto la falsedad. De aquí su desconfianza por lo religioso y su sospecha por las palabras que fácilmente expresaban bondad. La verdad, se podía deducir de lo que expresaba, no siempre está en la superficie, siempre había que profundizar. Por eso su amor a la palabra.
«Mike» era un conversador nato y parecía emplear el diálogo como una forma de búsqueda. No cedía, cuestionaba, fingía ceder, pero no era fácil de persuadir. Siempre estaba dispuesto a volver a los temas y a confrontar sus propias posiciones. A veces parecía invencible, pero era la forma en que le gustaba debatir internamente. Su hábito en la aplicación por el estudio le ayudaba a hilar fino y ser sutil en los problemas que se le presentaban.
Con la muerte de «Mike» se va el amigo, el hermano, el maestro y todo lo bueno que uno puede descubrir en la vida. Nos queda, sin embargo, el sentimiento de la dicha por las posibilidades de una existencia distinta, la oportunidad de saber que la amistad siempre es realizable y que la vida vale la pena si se vive bien. Justo como él.