No es mala idea esa de pedir a algún dios, como premio a alguna buena acción, el don de convertir lo que se toca en oro. Lo digo particularmente porque la constante en el género humano es todo lo contrario: destruir y desvirtuar lo aparentemente bueno del mundo. No digo que no haya personajes cuyo modelo de vida contradiga cualquier pretensión de pesimismo, pero, la verdad, es que son tan raros los casos que apenas quedan ánimos de citarlos.
Las metidas de pata son tan de antología en nuestra vida que uno debería sentir vergí¼enza de criticar al prójimo y corregir a los hijos. ¿Con qué calidad moral el predicador se pone a reprender al penitente? Nuestra falibilidad es de tal tamaño que por decencia se debería aprender a cerrar la boca y a perdonar a los demás. Esto lo han comprendido pocos y por eso la humanidad es experta en ver la paja en el ojo ajeno.
Semejante sabiduría la comprendió san Francisco de Asís cuando pedía a Dios le enseñara a comprender más que a ser comprendido, a amar en lugar de ser amado y a perdonar en vez de ser perdonado. Esa es quizá la humildad que hace grande al «poverello de Asís» y lo sitúa como la gran autoridad moral de todos los tiempos.
Contrario a la sensatez, los idiotas existenciales, que somos la mayoría, pretendemos cambiar el mundo a troche y moche, sin considerar ni lejanamente la felicidad nuestra ni el bienestar de los demás. Y lo más hermoso: muchas veces se actúa con buena voluntad. Así es. A veces somos imbéciles sin quererlo: castigamos a nuestro hijo en nombre de su propio bien, arrastramos al empleado para que aprenda, reventamos al cliente para beneficio del empleado. Somos tarados -vitales para que no se ofenda- inconscientemente.
Y, claro, nada más peligroso que un tonto que ignora su condición. Nada más pernicioso que un fanático que actúa en nombre de Dios. Son dañinos y extraordinariamente criminales en potencia. Ahí tiene al profesor que destruye vidas inocentes en las aulas porque se siente «profeta» y «maestro», el sacerdote que manipula las conciencias en la confesión, el periodista que engaña los espíritus para hacerlos creer «su» verdad. El mal que se puede hacer «sin quererlo» puede ser para colección.
Ese sentimiento de «estarla regando» debería a diario pararnos los pelos. Pero es el precio de la vida. Vivir podría definirse como la máxima posibilidad de desarreglar el mundo. Es la venganza de quien hizo este planeta para, en medio del contraste con Sus acciones, sentirse feliz y orgulloso. Nuestros errores quizá, entonces, sean Su mayor gloria y por eso es posible que nuestras tonterías no sean casuales, sino calculadas para su felicidad eterna.
No hay tal rey Midas. Los humanos hemos hecho ficción para soñar un estado imposible de alcanzar. Lo nuestro es el error, el fracaso y, si acaso, de vez en cuando, ser autores de algo bueno. Sin embargo, son esos pequeños aciertos los que nos hacen tomar fuerzas y vivir con la ilusión de merecer un Paraíso. Con todo, ¿Debe esta situación paralizarnos? No. Hay que seguir intentando hacer el bien con la conciencia máxima de nuestra facilidad en el yerro y el equívoco. Lejos de nosotros cualquier viso de soberbia.