Rodrigo ílvarez: las emociones ausentes


Juan B. Juárez

Tradicionalmente se dice que la pintura expresionista busca la expresión de la subjetividad por medio de la distorsión de la realidad. Se trata, en el fondo, de un yo poseí­do por intensas emociones que no sólo lo agitan en su interior sino que se proyectan a los escenarios reales o imaginarios en que se sitúa convirtiéndolos en una prolongación coherente de ese yo emocionalmente perturbado y en la expresión de la perturbación propiamente dicha. Esto, por supuesto, no es nada nuevo ni pertenece exclusivamente al Expresionismo alemán de entreguerras, como lo sabe cualquier psicólogo clí­nico y cualquier persona medianamente culta, que puede mencionar el ejemplo de Goya y recordar, al mismo tiempo, que toda expresión artí­stica es tal no porque registre con fidelidad la realidad sino porque justamente expresa emociones, o más exactamente las emociones con que se percibe la realidad existencialmente experimentada.


En el expresionismo, sin embargo, es cierto, como quedó dicho, que predomina la expresión de una subjetividad, aunque no necesariamente la propia de un estado patológico, pero sí­ lo suficientemente intensa para teñir emocionalmente la percepción de lo real. En la era de las comunicaciones y la información, del consumismo y del control de los medios sobre la conducta y las emociones de las personas, es posible constatar que ni la vida pública ni la interior tiene la intensidad que tení­a, por ejemplo, en la época romántica, sino que se encuentra modulada, por así­ decirlo, por la absorbente rutina de la cotidianidad y por la acción modeladora de la publicidad. En ese contexto, tener emociones -ya no se diga pensamientos- propios que se han convertido, en consecuencia, en el dudoso privilegio de unos pocos que, por eso, son tomados inmediatamente como poetas o filósofos nostálgicos y desfasados. En otras palabras, en nuestra época publicitaria extrañamos la vida interior.

Es en ese sentido que la pintura de Rodrigo ílvarez (Guatemala, 1957) puede considerarse expresionista, aunque de un modo sui generis. í‰l, buen dibujante, parte de un esbozo realista de algún edificio o de un detalle arquitectónico antiguo, realizado a la manera académica, con proporciones áureas y diferentes planos bien definidos; sobre ese esbozo desdibuja con el color hasta que en la superficie no queda más que una imagen difusa envuelta en una densa atmósfera que es precisamente la que le da el valor emotivo a la obra. Pero nótese que este valor emotivo se le agrega, se le superpone, al registro de lo real que fue lo originalmente percibido. En esta escisión entre lo real objetivo y lo subjetivo como agregado por necesidad artí­stica se pone de manifiesto el extrañamiento de una auténtica vida interior para la cual la realidad no es nunca enteramente objetiva sino existencialmente experimentada.

Cabrí­a en este caso analizar también la clase de emociones que se considera pertinente agregarle a la realidad objetiva para convertirla en objeto artí­stico propio de nuestra época. En Rodrigo ílvarez se trata, obviamente, de emociones provocadas por la literatura y el conocimiento de la historia y las tradiciones y que en sus cuadros se expresan como nostalgia. Pero también habrí­a que aclarar que la necesidad artí­stica de superponer contenidos emocionales al registro de la realidad es una necesidad genuina no sólo del artista sino de la época. La legitimidad artí­stica de la obra de Rodrigo radica en que responde a esta necesidad propia de la época en la que entre la vida pública y la vida interior existe una fractura insalvable sobre la cual el artista tiende puentes para recobrar la unidad existencial.

En otra oportunidad escribí­: «En la densa atmósfera de colores fulgurantes y vaporosos de la pintura de Rodrigo ílvarez los personajes desdibujados y los escenarios arquitectónicos de épocas pasadas, libres de su peso material y de sus ataduras al tiempo histórico, flotan a la deriva en un mar de sueños alucinados.

Se trata de una pintura fastuosa, de inagotable riqueza sensual, saturada de luz dorada que se demora en detalles preciosistas. Una pintura en la que los sueños tejen fantasí­as con los hilos invisibles de deseos en agoní­a. En esa pintura-sueño desfilan con lentitud los viejos orgullos del pasado, las antiguas glorias nacionales y en solemne cadencia se alejan, como procesiones fantasmales, de la irreverente realidad que los acosa».