El Filósofo gobernante: ¿una utopí­a platónica?


El actual Ministro de Gobernación posee un doctorado en filosofí­a.

Harold Soberanis

Una de las ideas más conocidas de la filosofí­a de Platón, junto a la del «amor platónico» (que a decir verdad no aparece en ninguna de las obras de este distinguido pensador griego), quizá sea la del filósofo gobernante. En efecto, es lugar común aún dentro de las personas que no conocen nada de filosofí­a, insistir en la idea platónica de que el mejor gobernante es el filósofo. Como sabemos, esta idea es parte de la teorí­a platónica del Estado perfecto.


En varias obras, pero especialmente en el diálogo La República, Platón desarrolla su concepción de lo que «deberí­a ser» el Estado. í‰ste, tendrí­a, como finalidad suprema, crear las condiciones materiales e intelectuales que permitiesen a los ciudadanos, alcanzar la felicidad. Recordemos que para Platón, lo mismo que más tarde para su alumno Aristóteles, el fin de la acción humana es alcanzar la felicidad. A este noble fin debe servir la educación, el arte, la ética y, por supuesto, la polí­tica que no es más que el arte de gobernar el Estado, con vistas a realizar aquel objetivo.

Ahora bien, si la polí­tica es el arte de gobernar de la mejor manera posible el Estado, esto nos lleva a pensar que quien dirija los destinos de éste, debe ser aquel que esté mejor preparado para hacerlo. De ahí­ la metáfora de Platón cuando compara al Estado polí­tico con una nave. ¿Cuál es el fin de un barco? ¿Para qué se construye? Pues para llevarnos, a través del proceloso mar, a buen puerto. Pero, ¿cómo garantizar que esa nave nos llevará a nuestro destino de manera segura? Primero, sabiendo que es una buena nave, que ha sido construida por buenos obreros, con los mejores materiales y que ha sido diseñada para soportar los embates de las olas; y segundo, porque está dirigida por el mejor navegante, quien conoce las principales y más seguras rutas y posee la sabidurí­a necesaria para dirigirla.

En muchos sentidos el Estado polí­tico se asemeja a un gran barco: tiene un fin, muchos hombres en su interior y debe estar dirigido por alguien. Pues bien, ese alguien debe ser quien está mejor dotado para maniobrar ante los embates impredecibles del destino y las circunstancias; debe ser el que mejor conoce los entresijos del poder y sabe qué esperar de los hombres, cuya naturaleza enigmática y voluble nos hace temer siempre lo peor.

Y así­ como no escogerí­amos al peor marino para que dirigiera un barco de gran calado, tampoco deberí­amos dejar el Estado en manos del menos dotado de los hombres. ¿Y quién es la persona mejor preparada? ¿Quién tiene el conocimiento y la formación necesaria para predecir los acontecimientos de la sociedad? ¿Quién conoce mejor la naturaleza humana y sabe qué esperar de ella? En fin, ¿quién es el mejor dotado de los hombres para dirigir los destinos del Estado y llevarlo, cual majestuosa embarcación, a buen puerto? Platón responderá que no es otro más que el Filósofo.

Y aquí­ es donde la teorí­a platónica del Estado, ya de suyo una utopí­a si la contemplamos en su conjunto, adquiere aún más ese carácter idealista.

Sin embargo, en este punto se hace imperativo matizar el significado de utopí­a. Se dice que algo es utópico cuando es, por sus condiciones o elementos, irrealizable.

Como sabemos, fue Tomás Moro (1478-1535), el famoso filósofo, polí­tico y Canciller inglés de Enrique VIII, quien acuñó el término utopí­a con el que tituló su muy conocida obra. En ésta se describe la vida en una isla. En ella no hay disputas ni guerras y todos viven satisfechos con lo que tienen y en permanente colaboración entre sí­. Un lugar de tal naturaleza es humanamente difí­cil de construir, aunque no imposible, si bien Moro así­ lo concibe. De ahí­, pues, el tí­tulo de la obra. Utopí­a significa etimológicamente el no-lugar, es decir, una tierra que no existe, que no está en ninguna parte. A través de la descripción de este paraí­so terrenal, Moro oculta su verdadera intención: criticar, de manera velada, el régimen despótico y cruel de Enrique VIII. Lo hace de esa manera para evitar la ira del rey, aunque lo único que logró fue prolongar su muerte, pues es sabido que Enrique VIII terminó condenando a muerte a Moro por oponerse a su divorcio.

A lo largo de su obra, Tomás Moro va señalando cómo deberí­a ser un Estado perfecto. Pero de tan perfecta descripción se llega a lo imposible. De ahí­ que el vocablo utopí­a sirva para hacer referencia a algo que de suyo es irrealizable. Sin embargo, este sentido original del término se ha ido modificando a lo largo del tiempo. De esa cuenta ya no significa lo mismo que en el principio.

Actualmente se considera que lo utópico sí­ es posible realizarlo. Ernst Bloch (1885-1977), filósofo marxista alemán, es quien más ha trabajado en su obra este otro sentido del término utopí­a y es este significado el que aplico a la idea platónica del filósofo gobernante.

En efecto, la idea original de Platón del filósofo gobernante cada vez se hace más plausible. Ya no resulta descabellado pensar que el filósofo pueda y deba llegar a ocupar puestos de dirección en el Estado.

En Guatemala es bien recordado como uno de los mejores gobiernos que hemos tenido en nuestra historia polí­tica, la administración del Doctor Juan José Arévalo. Este pedagogo y filósofo introdujo una serie de mejoras sociales después de una larga historia de gobiernos militares retrógrados, otorgando a los ciudadanos mejores condiciones de vida que hicieran de su existencia algo digno. Sin embargo, es sabido que este proyecto polí­tico de naturaleza progresista se vio truncado en 1954 con la intervención estadounidense apoyada por algunos vendepatrias locales (aunque algunos seudointelectuales aún se empeñen en negarlo). Empero, algunas de las conquistas sociales realizadas por el Dr. Arévalo están ahí­ y los guatemaltecos de hoy disfrutamos de ellas.

El caso del Dr. Arévalo, pues, es un buen ejemplo de lo que puede llegar a realizar un gobernante con formación filosófica. Y también es un ejemplo de que sí­ es plausible que un filósofo pueda gobernar un paí­s.

Otro ejemplo más reciente es el caso del ex alcalde de Bogotá, Antanas Mokus. La labor que este polí­tico y doctor en filosofí­a realizó en su ciudad es bien conocida. Transformó, durante su administración edil, una ciudad con altos í­ndices de violencia en una de las mejores de la región, y lo hizo porque su formación académica, unida a una fuerte sensibilidad social, le permitió ver las causas de los problemas sociales que aquejaban a su comunidad. Al tener esto claro, pudo vislumbrar las posibles soluciones, sin olvidar que se trataba de seres humanos de carne y hueso que lo único que esperaban era que se les respetara y dignificara. La formación humanista del doctor Mokus queda perfectamente ilustrada, cuando en una ocasión afirmó que el derecho a la vida es absolutamente superior al derecho a la propiedad privada, de lo cual podemos inferir que no existe justificación alguna para segar la vida de un ser humano, apoyándose en una fracasada apologí­a de la propiedad.

Toda esta reflexión se hace oportuna ante el reciente nombramiento, como Ministro de Gobernación de un doctor en filosofí­a. El que haya sido nombrado para ocupar semejante puesto, un profesional de la filosofí­a no es algo casual. Entre las virtudes del nuevo ministro está su capacidad de análisis, que le permite penetrar, de manera lúcida, en la complejidad de la realidad que le toca abordar. Es verdad que es un puesto administrativo que se subordina al poder del Presidente y que sus actuaciones están dirigidas por la polí­tica general del gobierno, pero aún así­ es un agradable indicio de que intelectuales con una sólida formación teórica, como los filósofos, pueden ocupar puestos de dirección dentro de la estructura estatal. Se rompe así­, la imagen distorsionada que la mayorí­a del común de los mortales tiene acerca del filósofo: un soñador envuelto permanentemente en disquisiciones elevadas y abstractas sin conexión con la realidad que le rodea. Esta es una idea absolutamente equivocada de la figura del filósofo y de su quehacer.

Reconozco que los ejemplos que he puesto de filósofos que han llegado al poder público son í­nfimos, si los comparamos con la mayorí­a de gobernantes que hemos tenido en Guatemala: abogados, militares y algún otro profesional. Sin embargo, es una buena señal el hecho de que, en los albores del siglo XXI, se comience a valorar el trabajo de los filósofos como profesionales, cuya formación les permite ocupar distintos puestos dentro del aparato del Estado. Me gustarí­a pensar que éste es el inicio de la senda que un dí­a, no muy lejano, nos lleve a ver realizada la utopí­a platónica del filósofo gobernante.