A propósito de los acontecimientos en San Juan Sacatepéquez


Ví­ctor Hugo Godoy Morales

(ex Constituyente)

A finales de los años 90, enterada la Corporación Municipal de Cantel, Quetzaltenango, que se pretendí­a construir una autopista de doble ví­a hacia la ciudad de Xelajú y que la misma pasarí­a por lo que queda de sus ejidos comunales, se dirigieron al presidente Arzú pidiéndole que respetara dichas tierras por su utilidad para la comunidad y que se rediseñara el trazo. Sin embargo, lo más impresionante de sus argumentos se evidencia cuando recuerdan que durante el gobierno de Justo Rufino Barrios pidieron también el respeto de sus ejidos en contra de la instalación en ellos de una fábrica de hilados y que como respuesta todos los miembros de la corporación de aquella época fueron fusilados y la fábrica instalada, esperando, dicen ellos, que en esta oportunidad no sucediera una cosa similar.


Relacionados también con protestas comunitarias, habrí­a que recordar más recientemente la masacre de Rí­o Negro; cuando esta comunidad protestando contra el embalse de la hidroeléctrica Chixoy fue acusada de ser subversiva, indisponiéndola con los patrulleros de autodefensa civil de la aldea vecina, que finalmente los masacraron; o, más cerca en el tiempo todaví­a, la forma en que, como en una guerra regular y en plena carretera Interamericana, pasaron por Sololá el cilindro hacia la Mina Marlin en San Marcos.

Traigo estos hechos a colación, porque en los últimos tres años innumerables comunidades o poblaciones en distintos lugares o regiones del interior del paí­s han tenido que recurrir a referendos vecinales para rechazar diversas actividades mineras o de uso de recursos hí­dricos, porque no han sido previamente consultados por las entidades estatales como lo establece el Convenio 169 de la OIT y la Ley de Consejos de Desarrollo Urbano y Rural, generándose diversos niveles de conflictividad, que en el último de los casos devino en un estado de excepción en San Juan Sacatepéquez. Si tomamos en cuenta que actualmente existen más de trescientas licencias de exploración minera autorizadas en todo el paí­s y las necesidades de generar energí­a limpia y barata por los exorbitantes precios del petróleo y la preservación del medio ambiente, no es difí­cil prever que la conflictividad de las comunidades frente al Estado va a aumentar.

Ahora bien, las preguntas obligadas son: ¿podrá el Estado adecuar su conducta a las nuevas normativas en materia de pueblos indí­genas y dejar de ser racista y patrimonialista en estos temas? y, ¿tiene el Estado que repetir la historia pasada? Considero personalmente que el Estado, los empresarios y las comunidades tienen una oportunidad en la aplicación del Convenio 169 de la OIT, como mecanismo que permita encontrar salida a los desencuentros, si se conoce y comprende el por qué de esta nueva normativa y por qué los constituyentes (1984-85), los congresistas (1992-96) y los negociadores de la paz por medios polí­ticos (1990-96) la consideraron necesaria para el Estado guatemalteco.

El Estado de Guatemala, los derechos de los pueblos indí­genas y el Convenio 169 de la OIT.

El Estado moderno o Estado Nación fue concebido para que sus instituciones condujeran y regularan sociedades homogéneas; generalmente con una historia, una cultura y una lengua común. Las desviaciones que surgieran al modelo eran tratadas a través de diversos mecanismos de cohesión social, principalmente por medio del sistema educativo que difundí­a valores nacionales, así­ como el servicio militar obligatorio, que a la par de proveer a la defensa nacional, contribuí­a a la homogenización de la sociedad. En estos propósitos no se diferenciaron los estados liberales o los socialistas. También, cuando esto no fue suficiente se recurrió a mecanismos de coerción.

En aquellos territorios que al advenimiento del Estado Nación eran habitados en diversos porcentajes por pueblos originarios que habí­an sido conquistados o colonizados por los europeos, las élites criollas o mestizas emitieron sendas constituciones, leyes o diversas medidas de gobierno buscando que estos pueblos se asimilaran a lo que ha dado en llamarse la civilización occidental y su ideal de progreso. En el devenir guatemalteco así­ lo podemos comprobar hasta 1985.

En Guatemala, esos pueblos originarios que eran la mayorí­a de la población al momento de la independencia no pudieron ser incorporados a una ciudadaní­a generalizada, en buena parte por la herencia colonial de explotación y servidumbre para con esos pueblos y que fue recogida por el nuevo Estado, y por otra, debido a su dispersión hacia el área rural provocada por las expropiaciones de tierras comunales, o la evasión del trabajo forzado y del servicio militar obligatorio. Esto hizo que estos pueblos, en su gran mayorí­a quedaran al margen de esa construcción nacional y permitió que no abandonaran totalmente su historia, su cultura y su idioma, aunque adaptadas a las duras necesidades de sobrevivencia.

En razón de ello, la Constitución Polí­tica de 1985 tiene un cambio sustancial al abandonar la tendencia asimilasionista y adoptar la del reconocimiento de la diversidad, pues dice que toda persona o comunidad tiene derecho a su identidad cultural de acuerdo a sus valores, su lengua y sus costumbres (Art. 58), así­ como también, declara que Guatemala está formada por diversos grupos étnicos, y el Estado reconoce, respeta y promueve sus formas de vida, costumbres, tradiciones, formas de organización social (Art. 66), etc. Esto evidentemente no es asimilación, ni tampoco integración, sino por el contrario establece el derecho a la diferencia, es decir, que otras visiones sobre el mundo, el desarrollo, el progreso, la convivencia, las formas de aplicación de la justicia y de espiritualidad caben y son necesarias en esta refundación del Estado.

Posteriormente, en 1996, Guatemala ratifica el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, sobre Pueblos Indí­genas y Tribales en Paí­ses Independientes que se refiere en forma más particular a los asuntos que en esta materia tutela la Constitución, planteándose el instrumento internacional en su parte considerativa que se hace «Reconociendo las aspiraciones de esos pueblos a asumir el control de sus propias instituciones y formas de vida y de su desarrollo económico y a mantener y fortalecer sus identidades, lenguas y religiones, dentro del marco de los Estados en que viven…» Según la Corte Constitucional guatemalteca, dicho Convenio «…desarrolla aspectos complementarios dentro del ordenamiento jurí­dico interno?»

Es de hacer notar que este convenio tiene una cualidad especial ya que fue aprobado en el seno de la Organización Internacional del Trabajo, en la que además de los representantes de los Estados participan representantes de los empleadores y de los trabajadores, lo que lo convierte en un instrumento que cuenta con un consenso tripartito que debiera facilitar su comprensión e implementación por los paí­ses. Por si eso no bastara, Guatemala en 1997 ratificó la Convención de Viena sobre Derecho de los Tratados, en la que se compromete a cumplir con los compromisos que se adquieren en estos instrumentos internacionales.

El Convenio 169 de la OIT establece en su artí­culo 2 que los gobiernos deberán asumir la responsabilidad de desarrollar, con la participación de los pueblos interesados, una acción coordinada y sistemática con miras a proteger los derechos de esos pueblos y a garantizar el respeto de su integridad. Guatemala se habí­a adelantado: Como producto de la negociación polí­tica para solucionar el conflicto armado interno, el Gobierno y la guerrilla habí­an suscrito en 1995 el Acuerdo sobre Identidad y Derechos de los Pueblos Indí­genas, que habí­a incorporado los principales temas propuestos por las organizaciones indí­genas y que de suyo constituí­a una agenda en el mismo sentido previsto en el Convenio. Dicho Acuerdo además, preveí­a la formación de comisiones bipartitas -gobierno/pueblos indí­genas- que profundizarí­an la temática acordada proponiendo medidas concretas a adoptar por el Estado.

El problema surge porque paralelamente a este proceso de finalización del conflicto armado por medio de acuerdos polí­ticos, el Estado guatemalteco sufrió cambios ajenos a este proceso y que lo llevaron a reconceptualizar su papel en la economí­a y en la sociedad. La transferencia de prestación de servicios públicos hacia el sector privado y una nueva normativa hacia la apertura comercial fueron dos de los varios aspectos que no se compatibilizaron con los acuerdos de paz recién suscritos y, especialmente, en el tema de pueblos indí­genas, tampoco con la normativa internacional sobre la materia. Las leyes de electricidad, telecomunicaciones y minerí­a son ejemplos de esta incompatibilidad y más recientemente el TLC, que de alguna manera han generado diversos grados de conflictividad entre el Estado y los pueblos indí­genas, al considerar éstos, que atentan contra sus prácticas de solidaridad, contra las posibilidades de consolidación de sus identidades y en contra de su entorno de supervivencia y medio ambiente, respectivamente.

Evitar el desplazamiento, las expropiaciones arbitrarias, la desintegración de comunidades, el menoscabo de sus formas de vida y de sus identidades, la privación del acceso a recursos o hábitats que tradicionalmente han utilizado es parte de lo que pretende el citado Convenio; para lo cual, dispone que el Estado deberá consultar a dichos pueblos o comunidades antes de tomar decisiones que los puedan afectar, a manera de alcanzar acuerdos con ellos y buscar su consentimiento de forma de no violar sus derechos especí­ficos o minimizar los impactos negativos, incluyendo la previsión de las indemnizaciones correspondientes en caso dichas decisiones no tengan alternativa.

En la comprensión de que para estos pueblos originarios el concepto territorio incluye la superficie de la tierra, el subsuelo, las aguas, los bosques, la fauna y el espacio aéreo en donde habitan y se desarrollan como comunidad, la propiedad estatal sobre estos bienes regulados por estas leyes no debiera ser incompatible con los derechos de estos pueblos; y, la legislación pudo recoger explí­citamente las formas de obtener el consentimiento de buena fe y sin coerción cuando estas comunidades pudieran sentirse afectadas por actividades económicas de carácter extractivo y de utilización de recursos naturales o de propiedad estatal, en lo que a las tres leyes mencionadas se refiere.

La Ley de Consejos de Desarrollo (2002) dispuso, aunque de manera temporal, un mecanismo que debió ser utilizado como conducto para realizar las respectivas consultas y lograr acuerdos, en el entendido que debe ser el Estado y no las empresas interesadas las que intervengan. Pues, en la actualidad, ante la omisión del Estado de informar objetivamente y con la debida anticipación sobre proyectos o actividades económicas que pudieran afectarles y consultarles para el debido consentimiento, los pueblos o las comunidades han recurrido a sus gobiernos locales para rechazar dichas actividades o proyectos a través de mecanismos plebiscitarios, generando una confrontación polarizada de intereses y desgastando un instrumento democrático que debiera ser el último en utilizarse cuando han fracasado las posibilidades de consensos.

Particularmente considero que la omisión respecto a la regulación de la consulta a los pueblos indí­genas concebida en el Convenio 169 de la OIT deberá ser subsanada por el Congreso de la República y finalmente, también la opinión de los pueblos indí­genas deberá ser tenida en cuenta para definir la polí­tica de desarrollo rural, pero ello no es óbice para el tratamiento que pudiera dársele a través del diálogo a los conflictos ya suscitados.