Jacques Lafaye: Mesí­as, cruzadas, utopí­as.


Eduardo Blandón

Hay libros en los que uno se ilusiona en el éxito de la inversión. Una vez revisado el í­ndice, leí­do la introducción y evaluado al autor, nos sentimos seguros en la adquisición de la obra y en la calidad de la compra. Sólo así­ nos volvemos catadores de libros, sabios en la degustación y virtualmente infalibles en lo que a letras se refiere. «A mí­ me basta con el olor de un libro, me dijo un profesor de filosofí­a medieval, para reconocer su calidad. Aunque algunas veces, concluyó, me he llevado sorpresas».


Esta obra precisamente me ha dado sorpresas. En primer lugar, creí­ que se trataba de un trabajo en el que se estudiarí­a sistemáticamente el judeo-cristianismo en Iberoamérica. Luego pensé que me ayudarí­a a entender la influencia judí­a en las sociedades conquistadas por los españoles. Y, por último, sospeché que encontrarí­a buena información sobre la influencia de las cruzadas en el pensamiento de los misioneros y guerreros del viejo mundo. Sin embargo, nada de esto encontré.

El trabajo de Lafaye consiste en una serie de ensayos, escritos para ponencias o publicaciones en revistas, con el propósito de unificarlos en un tema común llamado: «Mesí­as, cruzadas, utopí­as». Esto hace que el trabajo no sea tan orgánico como se quisiera, sino disperso, a modo de rompecabezas que, aunque con cierta unidad, al mismo tiempo está dividido o atomizado. Si uno es positivo, una labor así­ tiene sus ventajas, primero porque permite leerse como se quiera y, segundo, porque pueden hallarse textos que, aunque alejados de la temática, pueden salvar el valor de la obra.

El autor de la obra tiene una tesis interesante. Su apuesta intelectual consiste en intuir que las poblaciones evangelizadas por los españoles heredaron de éstos una especie actitud mesiánica que conlleva a una necesidad vital de lí­deres autoritarios (Mesí­as) que, hasta cierto punto, históricamente los ha llevado a la ruina. Así­, personajes como Somoza, Pinochet o Perón no deben verse aisladamente, sino como la prueba de esa especie de mesianismo internalizado en la conciencia de los pueblos americanos.

«No pretendo negar el significado de revuelta social contra la opresión económica, que aparece a todas luces en las jacqueries del Medievo europeo; pero sí­ me inclino a pensar que el ingrediente religioso-mesiánico es importante todaví­a hoy, donde suele fallar el impulso inicial. Detrás del actual guerrillero latinoamericano se perfila el anarquista andaluz de principios de siglo, milenarista como él. Donde han triunfado revoluciones» en las sociedades modernas (por revolución se debe entender todo trastorno social que acompaña la toma violenta del poder polí­tico) los lí­deres se han aparecido al pueblo como salvadores: Mussolini en Europa igual que Fidel Castro en América».

A lo largo de la obra, Lafaye intentará poner en evidencia su hipótesis, pero, se dispersará tanto en variados temas, que a veces se torna difí­cil encontrar el hilo conductor que verifique su idea. En cambio, para fortuna del lector, se encontrarán estudios interesantes sobre el trabajo misionero de las primeras órdenes religiosas, la vida intelectual en el perí­odo de la conquista y el mundo religioso-cultural de los indí­genas previos a la invasión blanca.

Según el autor, es común entre los judeo-cristianos el deseo idolátrico de personajes y la búsqueda de salvadores que se transformen en imágenes santas. Esa necesidad no es nueva, repite, sino rastreable desde los orí­genes mismos de la conquista. Los salvadores suelen presentarse, debido quizá a las expectativas de los pueblos, en verdaderos milagreros, curadores de enfermedades y, sobre todos, en sujetos religiosos que no sólo respetan la devoción, sino que la promueven.

«En América Latina, cada dictador tradicional y patriarcal ha tratado de dárselas de mesí­as y demiurgo. Trujillo hizo llover en época de sequí­a, viajó a España en barco para corresponder la visita a Santo Domingo del almirante Cristóbal Colón, diole su propio apellido a la capital de la isla, coronó a su hija «reina de la patria», etc. En la megalomaní­a patológica de ese personaje se revela lo que en otros no llegó a tales extremos, pero que era latente en los Batista, Somoza, Perón, y lo es en algunos más, como Stroessner».

El origen de la actitud mesiánica en los pueblos de América puede encontrarse no sólo en el milenarismo que comporta el texto evangélico, sino también, asegura Lafaye, en el celo de la prédica misionera, en la vida conservadora de las ciudades gracias a la dificultad de leer libros paganos o prohibidos por la Iglesia y en la educación que estaba centralizada por los sacerdotes. La vida americana fue el producto, insiste, del deseo apostólico de ver en estas tierras una nueva Jerusalén. Por esta razón, aun los más ilustrados nunca dejan de mostrarse como católicos.

«Esto llega hasta el extremo de que incluso muchos polí­ticos progresistas (rousseauistas, positivistas o marxistas, según las épocas) se sigan proclamando católicos, si bien su ideologí­a es filosóficamente incompatible con la revelación cristiana. De un diputado revolucionario mexicano, acusado en la primera Asamblea de la Revolución de adherirse al clericalismo, se cuenta que dijo para su defensa: «Â¿Yo? Gracias a Dios, soy ateo». Y entre los corridos populares que atacaban a los hombres de la Reforma, consejeros positivistas de Juárez, hay uno que reza lo siguiente:

Madre mí­a de Guadalupe,

protege a esta nación;

que protestantes tenemos

y corrompen la razón».

Con respecto la literatura americana que coincidió con la edad de oro española, Lafaye indica que hubo pocos exponentes importantes en los inicios de la conquista. Los más destacados habitualmente estuvieron ligados a la Iglesia, fueron sobretodo franciscanos y jesuitas, y la temática o era religiosa o exaltación de batallas (crónicas) o narraciones sobre la geografí­a de los pueblos.

No existí­a tampoco, dice el estudioso, un mercado de lectores que acogiera multitudinariamente las obras (que ya de por sí­ eran pocas).

«La generalidad de los conquistadores del Nuevo Mundo -a pesar del lema ora la pluma, ora la espada- no tení­an un nivel cultural suficiente para convertirse en autores. Los más talentosos o los mejor preparados redactaron sus hojas de servicio, pero ninguno -si exceptuamos al capitán de las guerras de Chile, Alonso de Ercilla- ha escrito una epopeya digna de memoria. La araucana fue una notable excepción».

El autor no niega, con todo, la presencia de muchas otras plumas que salvaron la época: Carlos de Sigí¼enza y Góngora, Bernardo de Balbuena y Sor Juana Inés de la Cruz, entre otros. Estos pueblos también tuvieron su edad de oro, explica el historiador. A finales del siglo XVI y principios del siglo XVII, por ejemplo, existe en México una producción y vida intelectual comparable a la de Toledo o de Córdoba en España. Esto hace decir a más de alguno que en esas tierras «habí­an más poetas que estiércol».

Como se puede ver, la obra puede resultar interesante para incrementar el conocimiento en estos temas. Si la lectura lo deja inquieto, puede adquirir el libro en el Fondo de Cultura Económica.