Juan B. Juárez
La mejor pintura de Lauro Salas (Guatemala, 1978) surge de una geometría elemental que convoca a la materia. Sus gruesas e irregulares líneas negras que parecen remendar el espacio, tienen algo de conjuro y lo que atrapan en su formula oscura de sortilegio son fragmentos de vivencias que flotan a la deriva en la memoria fresca y dispersa de su juventud. El análisis formal se queda, por eso, corto; esa particular geometría no se resuelve en abstracción de la misma manera en que tales vivencias no acaban de convertirse en recuerdo e historia. En todo caso, sus cuadros recogen esa palpitante materia de vivencias en trance de volverse recuerdo, antes de que se diluyan o se fijen para siempre en una abstracción definitiva.
La mejor pintura de Lauro Salas (Guatemala, 1978) surge de una geometría elemental que convoca a la materia. Sus gruesas e irregulares líneas negras que parecen remendar el espacio, tienen algo de conjuro y lo que atrapan en su formula oscura de sortilegio son fragmentos de vivencias que flotan a la deriva en la memoria fresca y dispersa de su juventud. El análisis formal se queda, por eso, corto; esa particular geometría no se resuelve en abstracción de la misma manera en que tales vivencias no acaban de convertirse en recuerdo e historia. En todo caso, sus cuadros recogen esa palpitante materia de vivencias en trance de volverse recuerdo, antes de que se diluyan o se fijen para siempre en una abstracción definitiva.
Las pinturas de la serie «Penitencia del color y la textura» que, junto con otras obras, expone actualmente en el espacio cultural Centauro (edificio El Centro, zona 1), muestran con particular claridad esa fase del proceso creativo en que el concepto con que culmina el sentido de una representación plástica aún no desaloja a la fuerza visceral de lo vivido. Lo que registran estas obras son propiamente «recuerdos en bruto», aún no modificados por la reflexión, todavía carentes en sí mismos de dirección significativa, y que por su inmediatez con la vivencia no evocan nada sino que propiamente suscitan pequeñas contracciones en la memoria muscular y táctil y pequeñas conmociones en el fluir de la existencia.
En efecto, previas incluso a ser soñadas, las imágenes de Lauro Salas parecen estar inscritas todavía en la materia, en trance de construcción, con rastros de la albañilería de la imaginación, arrastrando objetos, texturas, volúmenes, resplandores y opacidades que luego, cuando formen parte de una biografía en toda ley, se volverán palabras nostálgicas, recuerdos luminosos, ahogadas ya, e irrecuperables, todas las sensaciones fugaces.
Por lo pronto, su pintura todavía tiene algo de recherche du temps perdu, de esfuerzo inútil y ocioso, con algo de trágico por lo inagotable de las vivencias y mucho de poético en sus hallazgos puntuales, es decir sus cuadros.
En esos cuadros en los que martiriza al color y a la textura para arrancarles las emociones que se esconden en sus pliegues, «los recuerdos» aparecen yuxtapuestos en el fondo de densas acumulaciones de materia: un caballo de Nahualá a la par de un piano de cola; un CD y una partitura; impresos o simplemente pegados en pedazos de espacio, rasgados o remendados como viejas cobijas puestas a orear en un día opaco y desolado para, de paso, ocultar un paisaje estéril y pedregoso frente al cual es preferible entregarse al ejercicio inútil y ocioso de revivir vivencias cuando todavía duelen, manchan y salpican, antes de que las atrape el sentido o el sinsentido.