El llamado del remolino me hizo sentir mar. Desde entonces empecé a dibujar el mapa de las corrientes profundas. Los trazos los fijé con tinta de pulpo, siempre generoso cuando pido la colaboración de sus ventosas.
Todo era espuma delirante, el coral se mostraba indiferente y la sal no salía de su asombro. Con esa tintorería submarina, hubo más fervor que confusión entre los moluscos.
Arremetí contra los cangrejos y los devoré con apetito cetáceo. Si no me creen, pregúntenle a las algas, impacientes ante mi viscosidad indetenible, derramada sobre el caudal prehistórico, tan espesa y mineral como entraña recuperada.
La secreción de agua difunta se abría paso como río restablecido, insinuado en la cicatriz ondulante destinada al altar de las escamas.
Me atrapó la vida de los seres acechantes.
Mis ojos fueron boyas ondulantes, danzarinas sin memoria ni resguardo, presagiantes de climaterios y parvadas perdidas, hasta donde oteara la solitaria campana.
El calamar acalambrado, nervio puro en flotación, remaba hacia la balsa, descargando su desahogada electricidad sobre los maderos cansados de mi armadía. La esperanza seguía como enseña rasgada en la punta del mástil precario de mis avisos oceánicos. Había perdido la bitácora, el sextante era ojo acatarrado y las estrellas optaron por ignorarme con elegancia.
Mi circunstancia duraría lo que una burbuja de aire toma en ascender, con sinuosa armonía, desde las profundidades atrapadas por el infinito aplastante. Lejos, muy lejos estaba de mecerme con la palmera y rasgar la arena con tu nombre.
A mi alrededor crecía una forma, talvez de nube, sin relevos ni disipaciones. Me acurruqué sobre la fragilidad mullida de espuma inventada y espirales de caracoles difuntos.
¿Quién dijo que sus calizos cadalsos tienen forma de corazones?
Ludoniaba casi, aterido, con la saliva sometida a las súplicas del pulgar. Fue así como desperté, sólo para recordar que somos seres para el olvido.