Alrededor de una taza de café


En torno a una taza de café, giran muchas historias, y muchas veces esta bebida ha sido el testigo de honor en las decisiones del futuro de la polí­tica y la literatura de nuestro paí­s.

Nuestra historia de paí­s ha estado ligada al café, al igual que otros paí­ses latinoamericanos. La Reforma Liberal nos impuso una nueva forma de vida, para la cual se debió transformar todo el paí­s para volvernos cafetaleros.

Mario Cordero
mcordero@lahora.com.gt

Tren, telégrafo, puertos, nuevas leyes y, en fin, todo un aparato estatal que nos modificó nuestras conductas.

El café se ha convertido en parte central de la cultura mundial. En torno a las tazas de esta bebida energizante, han sucedido muchos hechos históricos.

Como testigo, el café probablemente ha visto cómo se han escrito las obras literarias más importantes, o se han pintado los cuadros más innovadores. También, ha refrescado la garganta de miles de oradores que, en las tertulias, buscan exponer, si no es que seducir, a sus contertulios para convencerlos de sus teorí­as polí­ticas o literarias.

De hecho, en torno al café, en las tertulias literarias, se ha decidido el destino de la literatura misma, y más de algún editor habrá decidido, en esos eventos, rechazar una obra sublime y aceptar una retahí­la de letras sin sentido.

Y, mientras tanto, el café sigue ahí­, mudo, sin lograr exponer, con la lucidez de los exponentes de las tertulias, las razones que invocan decir injusticias en contra del proceso de producción, especialmente en el cultivo del grano.

También, probablemente, alguna lectura de un libro fundamental ha sido realizada bajo los efectos estimulantes del café. Dicen, aunque tal vez es un mito, que quita el sueño, pero más de alguno asegura que, a veces, lo provoca.

Y alrededor de una taza de café, hay encuentros de amigos, en una cafeterí­a que ofrece café instantáneo (que fue ideado por un guatemalteco) o café de percoladora, eso sí­, ralo, si es que el restaurante no es de buena categorí­a. En cambio, en otros lugares, al café hay que acompañarlo de leche o de agua caliente, porque ofrecen lo contrario, tan amargo que sólo los gustos entrenados pueden saborearlo.

Y es que todo esto viene a colación porque esta semana que recién finaliza, se llevó a cabo el V Encuentro Internacional de Cronistas, Historiadores e Investigadores, cuyo tema central fue el café y todo lo que sucede en torno a él, desde su producción agrí­cola y su tratamiento industrial, hasta que se sirve y se bebe.

Es importante señalar, además, que esta semana el café guatemalteco rompió el record de venta en el mundo, y no por un simple fenómeno bursátil explicado, tal vez, por la caí­da del dólar, sino porque la calidad del grano de una finca de Huehuetenango hizo que catadores internacionales fijaran el monto, que lo cataloga entre los mejores del mundo.

Y más que un elogio del café, quisiera pensar en todas las posibilidades culturales, es decir, artí­sticas y de socialización, que existen en torno a este cultivo y producto. Recuerdo, por ejemplo, que un tazón de café, bien espeso y amargo, y sin azúcar, era el leit motiv para los personajes de «Cien años de soledad» (1967) de Gabriel Garcí­a Márquez (Aracataca, Colombia, 1927), y pienso en que el coronel Aureliano Buendí­a se sentí­a cada vez más solo a medida que tomaba café, o en la tristeza de Santa Sofí­a de la Piedad preparando la bebida, antes de que salga el sol, para toda la familia, sin que nadie se lo agradeciera.

Por esa razón, los invito a reflexionar sobre los siguientes textos en torno al café, su historia y sus anécdotas, y, ¡qué mejor!, si lo acompaña con una taza de este negro elí­xir fuente del insomnio.

«Es evidente que en Madrid se vive demasiado en el café.»

Leopoldo Alas, Clarí­n (Zamora, España, 1852 – Oviedo, 1901)

Una conversación con un café


En el bar, delante de un café con leche, un editor le explica a un novelista flaquito, con cara de padecer del hí­gado y quién sabe también si de hemorroides:

– Mire usted, Cirilo, dejémonos de zaranjadas y de modernismos. La novela, ¿me escucha usted?

Cirilo se sobresaltó por dentro y puso un gesto casi ruin de estar atendiendo mucho.

? Sí­, señor, sí­. La novela…

El editor siguió.

? Pues eso. La novela, dejémonos de monsergas y de modernismos, debe constar de los tres elementos tradicionales, clásicos, esenciales. ¿Me entiende usted?

El novelista, por poco, le responde:

? Sí­, señor, le entiendo la mar de bien: fe, esperanza y caridad.

Pero pudo contenerse a tiempo.

? Sí­, señor, ya lo creo. ¡Los tres elementos tradicionales, clásicos, esenciales! ¡Je, je!

El editor respiró hondo y continuó.

? ¿Quiere usted un cafetito?

? Bueno…

? Oiga, un cafetito para este señor.

El editor miró para Cirilo y Cirilo se compuso unos ojitos de oveja, unos ojitos que querí­an significar todo su mucho agradecimiento.

? Y esos tres elementos de que le hablo, amigo mí­o, esos tres elementos tradicionales, clásicos, esenciales, dejémonos de gaitas y de modernismos, son ¿sabe usted cuáles son?

? Siga, siga…

? Pues son: planteamiento, nudo y desenlace. Sin planteamiento, nudo y desenlace, por más vueltas que usted quiera darle, no hay novela; hay, ¿quiere usted que se lo diga?

? Sí­, señor, sí­.

? Pues no hay nada, para que se lo sepa. Hay, ¡fraude y modernismos!

El pobre Cirilo estaba hundido, anonadado. El editor usaba unos argumentos muy sólidos.

? Y si usted quiere que le encargue una novela, ya sabe: planteamiento, nudo y desenlace. Verbigracia: una joven huérfana trabaja como una negra para poder sacar adelante a sus once hermanitos, que también son huérfanos y están algo delicados. Para darle mayores visos de realidad, podemos decir que trabaja en el instituto nacional de previsión, en la sección de seguros para madres lactantes. Bueno. La joven, que se llama, por ejemplo, Esmeralda de Valle-Florido, o Graciela de Prado-Tierno, o algún otro nombre cualquiera, el caso es que sea bello y simbólico, conoce un dí­a, en una cafeterí­a americana, ¡hay que ser modernos!, a un joven apuesto, de mirar profundo, que se llama, por ejemplo, Carlos o Alberto. No se le ocurra ponerle Estalisnao; comprenda que no hace bien.

«Café de artistas» (1953), capí­tulo II, de Camilo José Cela (La Coruña, España, 1916 -Madrid, 2002)

El traidor del café


Durante la Revolución Mexicana, en uno de esos dí­as terribles, con sabor a resaca, luego de tantos amaneceres creyendo alcanzar, por poco, la victoria, el batallón del general Pancho Villa se dispone a iniciar una mañana más.

Las soldaderas se apuran a preparar el café, para que los hombres, tal vez pasados de tragos, empiecen a abrir sus ojos y a afinar su pulso, en dado caso se encuentren con las huestes federales.

La noche anterior pasó lentamente, entre la vigilia y el temor a un ataque sorpresa. De paso, las lágrimas no han sido suficientes para llorar tantos muertos. Toda esa pesadez, se va diluyendo mientras el café caliente va cayendo al estómago, probablemente lo único que caiga ese dí­a.

Mientras tanto, el general Pancho Villa, el Centauro del Norte, va alistando a sus Dorados, que se habí­an detenido en Chihuahua. Pero, a pesar de que el tiempo apremiaba, el caudillo debí­a arreglar un asunto: un supuesto traidor.

Convocó a sus cinco capitanes de confianza, y mandó a pedir seis tarros de café. En una pequeña mesa, se habí­a preparado el elí­xir para cada uno de los llamados a aquella trascendental reunión.

– Uno de ustedes me está traicionando ?dijo con su voz firme.

Los cinco capitanes se vieron con incertidumbre.

? Y yo ya sé quién es. Por eso, envenené el tarro de café del traidor, y ahorita se van a dar cuenta los otros cuatro para que vean quién es ese traidor que no merece ser parte de nosotros. Así­ que: ¡Salud, señores! ?dijo Pancho Villa, invitando a los cinco a beber.

El traidor, que se encontraba entre los cinco capitanes, no se esperaba que fuera descubierto. Empezó a ponerse muy nervioso y empezó a sudar en exceso. Levantó torpemente el tarro para brindar con su general Pancho Villa, pero los nervios le hicieron una mala pasada y derramó parte del café.

El general Pancho Villa no dudó en desenfundar su revólver y en vaciar toda su carga de pólvora y plomo sobre el torpe capitán. Luego, el caudillo tomó la taza del traidor confeso, y tomó de su contenido, ante la mirada de sorpresa de los capitanes y de toda la tropa, que para entonces ya habí­a puesto sus ojos en aquella pequeña reunión.

Tardaron unos cuantos segundos en saber qué pasaba; no habí­a tal veneno. Fueron los mismos nervios del traidor que lo delataron, y todo en torno de una taza de café.

Historia


Se desconoce la fecha exacta en que empezó a cultivarse el café, pero algunos estudiosos sitúan este hecho en Arabia, cerca del mar Rojo, hacia el año 675 d.C. No obstante, este cultivo fue raro hasta los siglos XV y XVI, cuando se establecieron extensas plantaciones en la región árabe del Yemen.

El consumo de la infusión aumentó en Europa durante el siglo XVII, lo que animó a los holandeses a cultivarlo en sus colonias. En 1714, los franceses lograron llevar un esqueje vivo de cafeto a la isla antillana de la Martinica; esta única planta fue el origen de los extensos cafetales de América Latina.

Como las exportaciones de café habí­an cobrado gran importancia económica, varios paí­ses latinoamericanos firmaron acuerdos de asignación de cuotas antes de la II Guerra Mundial, de modo que cada uno de ellos tuviera garantizada una parte del mercado de café de Estados Unidos.

El primer convenio de cuota se firmó en 1940 y lo administró la llamada Oficina Panamericana del Café. En 1962 se acordó fijar cuotas de exportación de café a escala mundial, y las Naciones Unidas negociaron un convenio cafetero internacional. Durante los cinco años que estuvo en vigor este convenio, aceptaron sus condiciones 41 paí­ses exportadores y 25 importadores.

El convenio se renegoció en 1968, 1976 y 1983. Pero en 1989, las naciones participantes no lograron firmar un nuevo pacto, y los precios del café en los mercados internacionales se desplomaron.

Tertulias literarias


Encuentros informales entre gentes de letras en los que se habla sobre arte, literatura y polí­tica. Vinculadas normalmente a acontecimientos históricos y artí­sticos, las tertulias sirven muchas veces como pretexto de conspiración polí­tica, como fragua de ideas, como estí­mulo de proyectos de renovación estética, como centros donde se conforman nuevos movimientos literarios.

Se realizan al aire libre, como ocurrí­a en el Madrid del Siglo de oro; en palacios; en celdas de conventos, como la peña del padre Feijoo, en Oviedo; en librerí­as (Ricardo Palma, en Tradiciones peruanas, habla de las que existí­an en el siglo XIX); en casas de artistas o literatos y con mucha frecuencia en cafés.

Del siglo XVII es la tertulia literaria conocida como la Academia de los Nocturnos, en Valencia. En 1713 se funda la Real Academia Española en la tertulia de Juan Manuel Fernández Pacheco. A la de la Fontana de Oro (que aún existe, en la calle de la Victoria de Madrid), café que dio nombre a una novela de Pérez Galdós, se han referido Larra y Mesonero Romanos. Por esa misma fecha, alrededor de 1820, se crea el Ateneo Cientí­fico, Artí­stico y Literario de Madrid, cuyo primer presidente fue el duque de Rivas.

También hubo tertulias de cafés en Inglaterra, en Francia y en otras ciudades españolas: la de Els Quatre Gats, en Barcelona, o la «Cuerda Granadina», cuyos integrantes se designaban como «nudos».