No pudo nunca ser menos propicia para los diputados la coyuntura para discutir la ley de acceso a la información, puesto que en medio de los escándalos que hemos atestiguado en los últimos días corresponderá a los congresistas definir su postura respecto a una ley que desde hace años se viene impulsando con la idea de promover transparencia en la gestión pública y que, además, no es sino una forma de regular adecuadamente la norma constitucional que establece el carácter público de todos los actos de la administración.
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Y digo que es poco propicia la coyuntura porque en condiciones normales la negativa a los diputados a entrarle al tema del acceso a la información no hubiera tenido mayores consecuencias tomando en consideración la actitud secularmente indiferente del guatemalteco. Todos hubiéramos alegado un poco y durante unos cuantos días, como es costumbre, para cerrar el capítulo al poco tiempo. Ahora, en cambio, luego de que ha sido el mismo Congreso el que en nombre de la clase política se puso en la picota pública, la cosa es distinta porque obviamente la resistencia que muestran algunos bloques a legislar sobre ese derecho ciudadano será interpretada en su justa dimensión, provocando más malestar y desprecio del que ya se percibe en todos los sectores.
Eso convierte al debate sobre el acceso a la información en una prueba de fuego que posiblemente los diputados no han llegado a aquilatar en su justa dimensión. Aun personas y sectores que no han puesto mayor interés en el asunto lo harán a partir de ahora porque es obvio que quienes se opongan y obstaculicen al avance de la discusión del proyecto de ley es porque tienen algo que les interesa mantener oculto. Habrá que ver quiénes de los que adoptan esa postura están representando, por ejemplo, intereses en algunos de los fideicomisos que por mandato expreso de esa normativa legal tendrían que transparentarse en el momento en que fuera aprobada.
Los diputados están ahora interesados en contener lo que algunos de ellos consideran temerarios planteamientos que claman por una depuración más real que la realizada constitucionalmente en tiempos de Ramiro de León Carpio. Esos planteamientos existen, en verdad, porque la gente se ha cansado ya de ver la forma en que se comportan quienes se proclaman representantes del pueblo y al final de cuentas no hacen sino servirse ya aprovecharse de su condición de funcionarios para enriquecerse y satisfacer particulares ambiciones. Además, el precedente referido de la mal llamada depuración demostró que sin saltarse las trancas de la Constitución es posible revocar algunos mandatos e introducir cambios en la estructura de poder, con el agregado de que si aquella vez todo terminó siendo una burla para la población, ahora podrían adoptarse mecanismos que evitaran el manoseo.
Si hace un par de meses querer babosear al pueblo con la ley de acceso a la información hubiera sido apenas una mancha más al ya apestoso tigre, ahora las cosas son diferentes porque la población ha tomado conciencia de lo que significa la transparencia. El mismo diputado Meyer hizo el mejor servicio a quienes promueven la ley referida, porque cuando pacheconamente se negó a informar sobre cómo gastaba el dinero del pueblo en contratos de asesores, ratificó la importancia y necesidad de normar el derecho constitucional a la información. De suerte, pues, que esa ley tiene ahora características tan especiales que la convierten en prueba de fuego del modelo actual.