El desarrollo de la Eurocopa y el inicio de las eliminatorias para la próxima cita mundialista en Sudáfrica, han saturado el ambiente. Esa fascinación planetaria la disfrutamos como otra de nuestras marginalidades, como un ancla emocional con la infancia. Una nostalgia por los tiempos idos, cuando la palomilla de patojos corríamos tras un balón viejo. En los años setenta, nuestro entretenimiento principal era las chamuscas. Nunca nos faltó terreno dónde jugar, pero ahora son espacios urbanizados o cerrados. Necesitábamos muy poco para divertirnos. En cambio, a la niñez actual la mantienen inactivamente activa. Los videojuegos y la televisión se han tragado cada vez la imaginación. Es triste que un niño de hoy pase más tiempo frente de una pantalla que desgastándose los zapatos en los escasísimos campos. De alguna manera, les roban una parte de su infancia al domesticarlos como miembros de la sociedad del consumo. Han aprendido que las calles no les pertenecen, pues en la urbe nada es gratis.
Los más afortunados reciben educación física, pero les enseñan a ser competitivos: ya no juegan, hacen deporte. Hoy, lo principal es triunfar y no disfrutar la actividad física. El mundo pertenece a los triunfadores, a quienes tienen más que los demás. Por eso sufren tanto quienes no saben perder. El deporte inculca el afán de ser superiores y la obediencia a un orden establecido. Lo que falta es reconocer el deleite de jugar por jugar, que empieza a cultivarse en las categorías infantiles. A la patojada hay que premiarla con las medallas obtenidas en la asignatura de la amistad y que el mejor trofeo es compartir la alegría de un objetivo común.
Hay que rescatar el aspecto lúdico del fútbol, pues, ante todo, es un juego para ser disfrutado. El placer está en el propio juego, no en la victoria. Si no recuperamos su verdadero sentido, los más afectados serán los adultos del mañana, preocupados en ganar más dinero, acumular cosas inútiles, gozar de «prestigio», porque tener es poder y poder es tener. La vida la reducirán al dejarse llevar, a poseer y ser poseído. Lo importante no es lo que se hace, sino el hecho de hacer algo. Más que un desafío, es la oportunidad de ejercer una facultad que no aparece expresamente en nuestro inventario constitucional: el derecho a ser felices.