Juan B. Juárez
La escultura de Flavio Santa Cruz (Guatemala, 1981) tiene una clara raíz popular, visible no sólo en sus temas extraídos de la literatura tradicional (Sombrerón, Siguanaba, Quijote) y de una simbología a la mano de lo sentimental amoroso (corazones, cadenas, ángeles, maternidades), sino también y sobre todo en su imposibilidad de trascender el flujo temporal. Es decir, no hay en su figuración una idealización de rasgos individuales ni una estilización uniforme de las formas que la hagan acceder a la intemporalidad propia de la escultura clásica sino que mantiene un realismo apegado a una concepción ingenua del tiempo experimentado como vivencia.
La fidelidad al tiempo real y a la intensa experiencia personal es, por otro lado, el principio rector que rige en la concepción de la obra y, al mismo tiempo, la fuente de la fuerza compulsiva con la que Flavio acomete el trabajo formativo propiamente dicho y que se concreta en unas obras que son un poco delirantes, un poco fantasiosas pero sin duda decididamente asombrosas. Y es que el trasfondo conocido de sus temas, que comparte con el imaginario colectivo, recibe en el proceso de su traducción al hierro la impronta de una experiencia existencial urgida de expresión y que le da ese aire crispado, entre desesperado y ansioso, propio del que tiene que decir algo en este preciso momento.
Como producto de nuestra época, a la escultura de Flavio Santa Cruz le falta la reflexiva estatización de las formas y la pretensión de lograr la expresión eterna, intemporal de, por ejemplo, la belleza. En cambio, posee la fuerza impetuosa de las emociones incontroladas, esas que, siempre excesivas, derivan en un desequilibrio de la compostura y en la trasgresión todo tipo de normas. De allí la irreverencia latente que vibra en cada una de sus obras.
Así, se puede decir que sus esculturas en hierro surgen de un arrebato brutal y sin pausas que a fuerza de golpes y fuego somete el metal a la forma exacta de unos sentimientos que son al mismo tiempo fugitivos e imperiosos. Y es que Flavio Santa Cruz es un artista que en el rudo oficio de la foja se deja guiar por los dictados de una imaginación enfebrecida en la que las formas del imaginario colectivo hierven y se funden y se derraman y se concretizan nuevamente en otras versiones que conservan el poder mágico de la primera explicación irracional a los sentimientos que bullen en su interior. De allí que sus obras tengan el carácter de una presencia inusitada y la fuerza de una irrupción urgente e impostergable: el capricho fantástico de hacer que lo fugitivo perdure.
Atendiendo a la «forma de formar» de Flavio Santa Cruz puede uno preguntarse sobre las intenciones del artista: ¿Quiere acaso espiritualizar la materia o, al contrario, se afana en materializar sus sentimientos? En todo caso se estará de acuerdo en que nunca la ternura ha sido expresada con tanta rudeza y que nunca antes el hierro había sido utilizado para soportar cargas tan frágiles y delicadas; quizá porque nunca antes se había necesitado de tanta fuerza y de tanta firmeza para expresar lo que simple y espontáneamente siente.