Es posible que eso de «inteligencias múltiples» sea la tabla de salvación para superar los traumas infantiles generados por los adultos de las anteriores generaciones. Sin duda, bastaba no ser bueno para las matemáticas o el lenguaje para ser encasillado de forma precipitada como un fronterizo. Cuántas veces no se nos podía repetir ser «medio tontos», «imbéciles» y faltos de cualidades para ser exitosos en la vida. Esa cantaleta la habremos interiorizado y puede ser una carga difícil de dejar.
¿Quién habrá sugerido que hay una sola forma de inteligencia? No lo sé con exactitud, pero cuando habitualmente hablo del tema, responsabilizo de la limitación conceptual a los griegos. Digo que Platón (Grecia, 428 a.C. – 347 a.C.) y antes, quizá, Parménides (Elea, 510 a.C. – 450 a.C.) o Pitágoras (Samos, 582 a.C. – 507 a.C.) fueron los primeros en imaginar que ser inteligente era sinónimo de listura en Matemáticas y Filosofía. Recuerde que el señor de «espaldas anchas», Platón, sugirió que el mejor gobernante debía ser filósofo.
Platón despreció a los artistas, a los militares, a los artesanos y en general a cualquiera que no tuviera talento para crear mitos (como él), geómetra (como él) y metafísico (también como él). El arte le parecía una pinche repetición de lo real, una mala copia y las artes para la guerra se la dejaba a los brutos (a los militares) para los que aconsejaba poca educación intelectual -por las limitaciones propias de ese grupo de fortachones- para que se dedicaran sólo al ejercicio físico y, en general, para la preparación a la guerra.
Infeliz, entonces, quien carecía de capacidades para la filosofía.
La situación varió muy poco con el advenimiento del Cristianismo. Aquí tener inteligencia se relacionó con la disposición para elevarse al mundo misterioso de la teología (sin abandonar del todo la filosofía que al final era una ancilla theologiae -sierva de la teología). «Los brutos» incluso tenían pocas probabilidades de ser clérigos. Aquí es conveniente recordar a Jean-Marie Vianney (Dardilly, 1786 – Ars, 1859) (el famoso Santo Cura de Ars) que dada su «escasa inteligencia» casi es obligado a abandonar su aspiración clerical. Su hagiografía consigna lo siguiente: «En Octubre 1813, entró en el Seminario Mayor de Lyons. Su inadecuado conocimiento del latín le hizo imposible captar lo que los profesores decían o responder a las preguntas que le eran hechas. Al final de su primer término le pidieron que se marchara, y su dolor y desaliento eran inmensos. Por algún tiempo pensó en irse a una de tantas congregaciones de hermanos religiosos; sin embargo una vez más el Padre Balley vino en su rescate y sus estudios le fueron dados en privado en Ecculy. Pero no pasó el examen previo a la ordenación. Un examen privado en la rectoría de Ecculy probó ser más satisfactorio y fue tomado como suficiente, siendo juzgadas justamente sus cualidades morales que sobrepasaban cualquier falta académica».
El Santo Cura de Ars era un oligofrénico de campeonato para los genios formadores de su época. Y, bien, quien no podía ser cura (por falta de inteligencia) tenía que resignarse a ser simplemente religioso, hermano lego, «hermano menor» o, como se dice en latín (pues no quiero que piense que yo también soy «bruto»): laici barbati, illiterati, o idiotí¦. Estos hermanos se desempeñaban en cualquier cosa, hacían, como se decía en esa jerga del pasado, de «factótum», es decir quien hace un poco de todo: carpintería, mensajería, lo que sea.
La Ilustración no cambió mucho las cosas. Confiados en las capacidades de la inteligencia teórica y el «cogito» cartesiano, la idea de que genio es aquel bueno para la filosofía y las matemáticas continuó igual (recuerde que Cartesius fue también matemático). Las loas a un sentido unívoco de inteligencia fueron cantadas por Voltaire (París, 1694 – 1778), Diderot (Langres, 1713 – 1784), Montesquieu (Francia, 1689-1755), Rousseau (Ginebra, 1712 – Francia, 1778) y cuantos usted quiera agregar a la lista. A lo sumo quizá, como excepción, se comenzó a sumar al grupo de privilegiados del destino a los escritores, especialmente poetas: Goethe (Fráncfort, 1749 – Weimar, 1832), Valery (Francia, 1871 – 1945), Apollinaire (Roma, 1880 – París, 1918), Baudelaire (Francia, 1821 – 1867) y Rimbaud (Charleville, 1854 – Marsella, 1891).
Si usted nació, en consecuencia, en el siglo pasado y no tenía esas cualidades propias de «genios», era un vil ordinario, alguien de mediana inteligencia y casi condenado a vivir como un pobre pitecántropo. No culpe a su padre ni a su madre de esa forma de ver el mundo porque, ya le he dicho, esas cosas vienen de muy lejos y la influencia de esas taras tardará en superarse. Intente quitarse el complejo y lea a Gardner.
Howard Gardner (Estados Unidos, 1943) es un profesor de Harvard que durante algunos años ha trabajado el concepto de «inteligencias múltiples». En esencia afirma que hay muchos tipos de inteligencia (musical, artística, espacial, social y hasta moral, entre otras) y que ésta, por consiguiente, no tiene sólo una forma de manifestación. Hay que superar, explica, la idea de que «inteligente» sea sólo el habilidoso para las letras y los números.
Desde esta óptica son tan inteligentes y genios Galileo, Copérnico y Newton, como Mozart, Bach y Beethoven. Son inteligentes todos. También son inteligentes (tienen un tipo de inteligencia que Gardner explica) tanto Nadal, Tiger Woods y Fittipaldi como Platón, Aristóteles y Santo Tomás. Cada uno es genio desde el campo en que se desempeña. Entonces, ahora viene lo bueno, si hay diversos tipos de inteligencia, hay que superar los complejos tratando de descubrir en qué diantres uno es «inteligente» o «bruto» también.
Gardner intuye que hay un tipo de inteligencia que es quizá de tipo moral. Responde a los sujetos que encarnan el buen vivir, los que son geniales para conducirse en la vida, esos que habitualmente escogen entre bienes lo mejor y los que han aprendido a no hacerse bolas. Quizá aquí no hablemos del típico «inteligente», sino del «sabio», aquel que tienen una «sabiduría» no necesariamente aprendida en una universidad ni centro de enseñanza.
Pero si hay sujetos con inteligencia para vivir uno debe suponer que hay también imbéciles en el «arte» de la existencia. Son tarados vitales, los que se empeñan en salir de un problema para meterse en otro y para quienes la vida les da duro con frecuencia. Afortunadamente, estos tontos pueden destacar en otras cosas: ajedrez (recordemos a Bobby Fischer), música (evoquemos a Mozart) o filosofía (citemos a Bruno o Empédocles).
Concluyamos, entonces, que si bien Gardner nos lanza un salvavidas para superar los traumas, también es cierto que nos hunde un poco más. Porque, dado que hay muchas formas en que se manifiesta la inteligencia, uno puede clasificar en alguna. En algo debo ser genio o «inteligente» (piensa uno). Pero, también, si hay muchos tipos de inteligencia, en cada uno puede haber también muchos tipos de «imbecilidad». Así, ahora sé que no sólo soy un «topadito» (como dicen en Costa Rica) para los números, sino también para manejar, cantar, jugar tenis y tener una relación duradera con mis parejas. Hay que ver que uno puede ser muy bruto en la vida.
Le recomiendo la lectura del libro.