Esta semana se ha puesto en entredicho la institucionalidad mediante dos hechos inconexos pero ilustrativos. El impacto causado por las dudas generalizadas, provoca por extensión desconsuelo y un espantoso costumbrismo: aquí todo cambia para seguir igual. La democracia a la guatemalteca, está en medio del acoso y el agobio. Por un lado las estructuras fácticas criminales y para desdicha nuestra, por el otro, la clase política.
Haber traído a colación la norma aún vigente del Decreto Número 40-74, que contiene la «Ley Obligatoria de Fomento para el Cultivo de Granos Básicos», sacando a luz con ello su incumplimiento por más de 30 años (el decreto fue sancionado el 26 de junio de 1974, forzado su cumplimiento durante la cosecha de 1975, con el terremoto de 1976 se echó al «olvido») para evidenciar que en este país a los poderosos si la ley NO les sirve, entonces la incumplen a sabiendas de la poca o nula capacidad del Estado por imponer su capacidad coercitiva.
Más allá de las diferencias en cuanto a las condiciones prevalecientes hace casi 34 años respecto de las actuales, el mentado decreto NO es como menciona en su columna Estuardo Zapeta una aplicación «correcta» de las «dictaduras de derecha» de aquél entonces y que ahora «resucita la socialdemocracia». Ese decreto tenía una intención contrainsurgente y no era para limitar la «libertad de hacer con nuestros bienes lo que queramos». La lógica era restar la inconformidad creciente por el hambre prevaleciente.
Volviendo a nuestro contexto actual. Evidenciar que tenemos normas que no se han cumplido, dañando con ello la vida de cientos de miles de guatemaltecos, como el decreto antes mencionado es una clara provocación a refundar al Estado de Guatemala. Pero aquí otro problema. Un problema enorme. La clase política, aquellas mujeres y hombres que hacen política partidaria, que son los únicos que legítimamente en una democracia representativa tienen la potestad de constituirse en legisladores y de ahí en potencialmente reformadores de este Estado caduco, agobian el desenvolvimiento de la institucionalidad democrática del país.
El escándalo suscitado en el Congreso de la República resucita a los detractores de la clase política, de hecho les aviva el espíritu por destruir al Estado por medio del desprestigio que se imponen a sí mismos los que conducen los entes políticos como este organismo. En la acepción que nos ofrece el Diccionario de la Lengua Española, acosar es: «perseguir, apremiar, importunar a alguien con molestias o requerimientos», tal el actuar de los poderosos en este país y de los criminales «organizados», vaya coincidencia…
El mismo diccionario nos dice que agobiar es: «imponer a alguien actividad o esfuerzos excesivos, preocupar gravemente, causar gran sufrimiento». Coligo entonces que están dadas las condiciones para afirmar que este régimen de elecciones que llamamos «democracia» se encuentra sitiado por el acoso y por el agobio. Un futuro incierto de seguir las aguas como van. Solicitudes de renuncia y antejuicio. Desacatos internos. Rebeldía acentuada. ¿Será que estaremos a las puertas de una nueva depuración y acentuando con ello el frágil equilibrio en el que se desenvuelve eso que también llamamos «gobernabilidad»?
Estamos frente a un gran problema impuesto por el marcado interés particular sobre el colectivo. Cada problema es una oportunidad que se nos suele afirmar. ¿Será que habrá una posibilidad de construir un verdadero Estado democrático en esta sociedad que se sumerge en la irónica complacencia del conformismo y la indiferencia? ¿Será que podrá surgir algún movimiento que ilustre que en este hoyo, más grande que el del Barrio San Antonio, hay algún atisbo de salida? Como que si la crisis internacional no fuera suficiente nos buscamos mayores problemas internos. ¿En dónde está el sentido común, el menos común de los sentidos?