Vulnerables es una palabra que nos queda a la medida. Somos como niños recién nacidos a quienes no se puede exponer al aire, al sol, al ruido ni a nada que medianamente nos afecte. Estamos desprotegidos y sin abrigo, prácticamente a merced de todo. Si llueve nos enfermamos, si nos da el sol se quema la piel y si sopla el viento nos atacan los virus. Sin ánimo de ser pesimista, estamos fritos.
No es exagerado. Fíjese, por ejemplo, en los días que medio llovió. Si leyó los diarios, algunos pueblos se inundaron, los asentamientos se cayeron, las carreteras se arruinaron y las montañas se vinieron. ¿No es esto vulnerabilidad? Cualquier cosa nos hace daño. Estamos a merced de la naturaleza, de los hombres, de los países y hasta de Dios.
Si medio tiembla se caen las casas, una depresión tropical inunda los ríos y pequeños vientos botan las casas. Con tantas desgracias a flor de piel no es complicado imaginar lo fácil que es volverse creyente. En realidad, como dicen los protestantes, uno tendería a creer que en Guatemala «sólo Dios salva». Y, claro, si uno no muere por una desgracia natural sólo basta esperar un poco para que un bandido nos mate en una esquina.
Total que la muerte ha hecho del país su lugar favorito de descanso. Son muchos nuestros lados flacos. Asumamos que tenemos suerte de no morir por la vulnerabilidad frente a la naturaleza, hay otras formas de exposición: la economía, la violencia, los políticos, los vicios y un etcétera que mientras terminamos la lista puede que muramos por algún rayo atraído por la computadora.
Estamos desnudos frente a los vaivenes de la economía de los países ricos. Si sube el petróleo estamos fritos, si Estados Unidos tiene recesión nos hundimos, si Europa otorga subvenciones a la agricultura nos arruinamos. ¿Qué podemos hacer ante tanta flaqueza? Casi nada. Mientras tanto, sigamos con la lista. Si no morimos por los efectos del calentamiento global, por el asesino de la esquina o por la recesión de los Estados Unidos, podemos desaparecer por las acciones de los políticos.
De hecho morimos todos los días a causa de nuestros políticos. Somos vulnerables, entre otras cosas, porque tenemos políticos de pacotilla. Parte de nuestra pobreza (una vulnerabilidad muy grande) se debe a que los políticos no sólo no trabajan porque se dan la gran vida viajando y gastando el dinero del erario público, sino también porque cuando deciden hacerlo sólo tienen ocurrencias de gente poco sensata. Ahí los tiene, por ejemplo, discutiendo la eliminación del impuesto al combustible, citando a los ministros por deporte e inventando puestos de trabajo como asesores para sus amigos. Nuestra vulnerabilidad, entonces, abarca a la clase política.
Estamos fritos, somos como niños expuestos a morir por gripe y diarrea. Todo nos hace daño. Y lo peor es que no tenemos ningún papá bueno (ni mamá) que nos abrigue y nos ofrezca cariño para superar las limitaciones. De modo que, para terminarla de amolar, somos niños huérfanos. ¿Puede haber algo peor? Menos mal que están las iglesias para irse a refugiar, el problema es que algunos ya no encontramos consuelo ni en esos tristes, oscuros y muy contaminados lugares. Que Dios nos coja confesados.