Del dolor a la belleza y viceversa


Jaime Barrios Peña

Es indudable que la obra un artista superlativo como Miguel Angel Buonarroti, se mantiene con profunda vitalidad a través del tiempo. No envejece, en cuanto encierra y transmite la emoción de un nuevo descubrimiento, que nos hace asegurar nuestra propia personalidad, nuestra visión del mundo y la sensibilidad. No hablo de la lógica de la armoní­a y el sentido directo de los términos de la perspectiva en pintura o el orden del volumen en la escultura; sino hablamos de algo más, que surge de la manera como se genera en nuestra intimidad la sensación de completad y el reconocimiento conciente de que en la expresión por medio del objeto del arte, el artista se sigue comunicando con nosotros. Es en otras palabras: un clásico. Y se trata también de un ejemplo tí­pico de experiencia subjetiva


El arte, sobre todo el plástico, ha llegado mostrar que la belleza no es sólo un logro de equilibrio y armoní­a interna de contenidos, sino, desde el Renacimiento, la obra de arte contiene además, tensiones y conflictos internos humanos profundos. Este es un criterio que comparten muchos estudiosos de la estética, caracterización que suele consuensadamente atribuí­rsele a Miguel íngel. Aunque también para algunos especialistas, Buonarroti llegó a proyectar su «malestar» en su obra.

¿De qué malestar se trata? Debe meditarse el por qué se pretende buscar siempre en Miguel íngel la forma armónica, lo cual se alejarí­a de la condición humana de conflicto. Los dolorosos finales que le atribuyen al genio florentino, considero que emergen del propio cuerpo cansado, o del alma cansada, o de una comunicación de ser a ser en los inevitables lí­mites humanos. Recordemos ahora entonces los golpes iracundos que propinara con su martillo al Moisés ya terminado. «No puedes ser más perfecto que yo», se dirí­a en un sí­mil para-poético. Lo confirmarí­an con su presencia más humana que de mármol tallado, otras esculturas como el David o el Esclavo, obras de impecable armoní­a. Estamos ante una capacidad singularí­sima y casi insuperable, de imitar con la magnificencia del arte al imperio de la naturaleza, en aras de llegar aun estado o experiencia que podrí­amos denominar de conjunción de idea, sensación y forma.

Después de la Capilla Paulina, el artista florentino concluyó su obra restableciendo totalmente los problemas arcaicos de todo ser humano. En la Sixtina habí­a sido la armoní­a y la simpleza genial de las representaciones, una forma del lenguaje pictórico que apelaba más al acercamiento del espectador que la transmisión de un mensaje desgarrado. En ambas capillas Miguel íngel toca y reproduce la universalidad y esencialidad humana. Pero en la Paulina lo hizo a través de una nueva forma, menos exacta y más sufrida; con prolongaciones o contrastes que rompen la armoní­a de la figura y su entorno. Es posible que en esta etapa de su vida, Miguel íngel quisiera transgredir la «elevada armoní­a», para dar lugar a la experiencia del contraste y las contradicciones humanas. También en este aspecto nos conmueve y nos deja huella de la dialéctica del ser y sus conflictos. Transmite, además de su gran sufrimiento, un acercamiento al dolor por medio también de lo bello.