Juan B. Juárez
Si es cierto que -como decía Luis Cardoza y Aragón- la poesía es una prueba de vida, entonces también es cierto que toda obra de arte es en sí misma una especie de celebración que, como tal, convoca a la participación gozosa en la fiesta: un ritual -íntimo y leve, estruendoso y público- que nos envuelve y nos funde en una comunidad social, en una comunión espiritual.
Este aspecto celebratorio y festivo, vital, lúdico y desinhibido del arte es quizás lo que echamos de menos en el arte conceptual de nuestros días que, si bien favorece la exposición de ideas contradictorias y su desciframiento y re-solución intelectual, deja fuera a la fantasía y a la emoción, como lo demuestra, por antítesis, Ingrid Klussmann (Guatemala, 1944) en la instalación «Paso a paso por el país de la eterna primavera» en la que trabaja desde hace un año y que presentará al público a mediados de mayo.
La idea, como corresponde, es simple: 240 hormas de zapato decoradas con flores de todas variedades dispuestas en un caminamiento de un centro comercial y que, a manera de pasos, conducen a un maniquí -otro rosa- vestido de tules, gasas y satenes brillantes y transparentes, todo ello entre hojas secas y verdecidas y un penetrante olor a rosas. Si la idea es simple, sus connotaciones son intensas e infinitas y, como el perfume, llegan al extremo de la saturación.
No se trata simplemente de evocar la primavera o de hacer un poco de civismo, aunque haya un poco de eso. Se trata propiamente de la celebración originaria -el arquetipo inconsciente- de la vida que, más que un mero ritual pagano, es la consonancia espontánea, elemental e instintiva a un ciclo más propicio para las plenitudes vitales.
Hasta aquí es la obra simple de Ingrid Klussmann. Lo demás lo pone el ambiente. O mejor dicho, lo que la obra exige al ambiente. Pero, ¿hasta dónde alcanza el ambiente así exigido por la obra? Por supuesto que allí está incluido el ambiente de cemento y vidrio del centro comercial y de la ciudad en su conjunto, así como las multitudes bulliciosas y sus afanes consumistas; también el invierno pasado, triste y oscuro, frío y mortal, cruel y miserable del que debemos despertarnos, y con él, las vestimentas y costumbres de las que debemos despojarnos. El llamado que hace la obra de Ingrid Klussmann en consonancia con la primavera también llega al país entero, contagiándolo del optimismo de los nuevos aires y al planeta moribundo y a sus habitantes despiadados.
Como se ve, la obra de Ingrid es una fiesta: olores, colores, sonidos, texturas, mezclados hasta la saturación, hasta la embriaguez que, sin embargo, no conduce a la pérdida de sentido sino a su recuperación, precisamente en el ambiente donde parece más perdido. Se trata de la instalación de la primavera en nuestro entorno árido y hostil y sus permanentes amenazas abiertas y encubiertas contra la vida.
Lo que mueve a Ingrid en ese paseo por la eterna primavera no es una idea de artista jugando a ser intelectual. Es más bien una actitud en la que está comprometida toda su vida de creadora, promotora de arte y consejera de artistas: sembrar vida para que la vida florezca.