René Leiva
Casos como los de Jorge Luis Borges y Mario Vargas Llosa no terminan de sorprender por sus actitudes complacientes con dictaduras y regímenes de derecha, por su defensa del imperialismo y su clara admiración por la política hegemónica de Estados Unidos hacia América Latina. Grandes escritores e intelectuales los dos, sin duda alguna -el primero muerto sin haber recibido el codiciado Premio Nobel, y el segundo con frustradas ambiciones presidenciales-, siempre que se considere su obra de ficción o de creación, como no puede ser de otra manera, desligada de condicionamientos ideológicos marcadamente reaccionarios, reñidos con la realidad de nuestros pueblos; realidad que en nada cambia no obstante el final de la guerra fría y el desmoronamiento del bloque soviético. Ahora la confrontación económica y social es norte-sur.
Otro caso relevante es el de Octavio Paz, poeta y ensayista mexicano de resonancia planetaria. Es casi increíble que un intelectual tan lúcido y erudito sea a la vez partidario incondicional y propagandista de quienes han gobernado en Washington, Reagan y Bush padre incluidos, tal vez en agradecimiento a las generosas propinas que le otorgaban las universidades norteamericanas por dictar cursos y conferencias. En entrevistas y discursos de agradecimiento nunca perdió oportunidad para hacer declaraciones antirrevolucionarias, cuando las revoluciones tuvieron vigencia como vías para un cambio radical en los pueblos latinoamericanos.
Por supuesto que cada quien es libre de orientar su paso por la tierra hacia donde mejor le cuadre, aunque esto obedezca a intereses egoístas e incluso serviles. Octavio Paz y otros pocos no son la excepción. El mexicano tiene en su haber más de una veintena de libros, de poesía y ensayo, considerados una de las obras más importantes de la literatura hispanoamericana contemporánea. Algunos críticos, entre broma y en serio, opinan que sus ensayos son poemas y sus poemas ensayos en verso. Lo cierto es que cada libro suyo ha tenido repercusión continental, lo que le valió no pocos premios y distinciones en todo el mundo, incluyendo el Nobel.
Una de las últimas obras que leí de don Octavio es Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, un vasto y erudito ensamblaje de ensayos sobre la celebrada «Décima musa» escrito en 1982. No es, como lo declara el propio autor, una biografía, ya que esto resultaría imposible dado el halo enigmático y jeroglífico que rodeó la vida y la obra de la singular monja-poeta, quien floreciera en la Nueva España en la segunda mitad del siglo XVII. Es además, dice Octavio Paz, una tentativa de restitución: «Sor Juana es su mundo y nosotros en su mundo. Ensayo: esta restitución es histórica, relativa, parcial».
Como esta nota no tiene intentos bibliográficos ni mucho menos de crítica literaria, me limitaré a señalar aquí muy superficialmente algunas de las trampas en que a su vez cae el propio Octavio Paz. Lo que expresa el ensayista sobre Sor Juana es aplicable a él: lo mejor de él mismo y de sus escritos escapa a la seducción de las trampas. Mientras que las de Sor Juana es aplicable a él: lo mejor de él mismo y de sus escritos escapa a la seducción de las trampas. Mientras que las de Sor Juan son una pocas trampas de la fe medieval que entonces religaba a hombres y mujeres, las de Paz corresponden a las muchas trampas y seducciones del imperialismo, más vigente y afianzado que nunca. Aunque no pierde ocasión para traslucir su tendencia política, los mejores párrafos, los más brillantes, profundos y poéticos son aquellos en los que nos conduce de forma magistral, a través de tres siglos, al entorno histórico, social, político, económico, religioso, literario, familiar, etcétera, que rodeó a Sor Juana Inés.
En esta opus magna Paz utiliza el dudoso método de las comparaciones y las equivalencias o analogías históricas entre sociedades muy alejadas en el tiempo y el espacio. Ver en la Inquisición o Santo Oficio una prefiguración o antecedente directo del represivo régimen estalinista parece un prejuicio de lo más antojadizo aunque no muy «literario»; meter en el mismo costal el fanatismo religioso del siglo XVII y los movimientos revolucionarios del siglo XX es un raro efecto de miopía mental o de franca mala fe; que Marx no haya podido responderse preguntas que ya se hacían antes de Cristo (a.C.) no desmerece en nada al hoy vilipendiado filósofo alemán; que las causas que determinaron la abdicación de Sor Juana a las letras se reproduzcan en los razonamientos de León Trotsky es un exceso de suspicacia; suponer que regímenes burocráticos sólo pueden ser referidos a la Europa Oriental de hace apenas dos décadas y olvidar a la mayoría del resto del mundo -México incluido- es una consideración limitada y parcial; regatear el hecho de que el arte es un reflejo de la sociedad en que se gesta es una exacerbada desconfianza.
Tampoco así, como puede entreverse, oculta Octavio Paz su enconado rencor contra todo lo que puede identificarse con la eclipsada izquierda política. Sus líneas parecen trazadas por un trauma ideológico. Hay un prurito mental sobre el que vuelve cada vez que puede, aunque sus hipótesis sean tomadas de los cabellos. Por supuesto que pueden mostrarse vicios y errores de un pasado lejano o cercano que todavía repercuten, pero por qué de forma parcializada, discriminada, tendenciosa y seleccionada entre sociedades consideradas por Paz apegadas a una ortodoxia y a una jerarquía inmutables. Jamás una alusión al imperialismo, al colonialismo cultural y económico, a la explotación y chantaje que todavía sufren nuestros pueblos. Jamás una línea referida a las llamadas «democracias», a la decadencia espiritual de Occidente, a la cadena de alienaciones que promueve y tolera la sociedad de consumo.
Si el genio e ingenio de Octavio Paz no puede ignorar las trampas de la fe a una monja novohispana, tampoco puede él desatenderse de las trampas del imperialismo, las que dudo puedan ser cómodas para un espíritu de tanta sensibilidad como el suyo. Además, Paz está muy lejos de ser un ingenuo, un cándido o un irreflexivo, aunque no pueda a su vez evitar la fascinación magnética de las trampas que tiene el imperio.
Por otra parte, Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe se lee con sumo deleite e interés y no sin sorpresas y revelaciones. Las digresiones, juicios y prejuicios ideológicos no logran a la larga menoscabar el corpus ensayístico de esta soberbia obra, lo que para un lector atento presenta un juego de contradicciones. Pareciera como si Paz cumpliese una consigna extraliteraria, debidamente interpolada en el contexto, ajena a su enorme vocación poética. ¿Qué tanto el poeta Paz es traicionado por un Paz servidor compelido del imperialismo?
No quiero yo caer en trampas parecidas aunque de signo contrario (esto no es un libelo ni una diatriba). También a mí me parecen aborrecibles los dogmas políticos y la institucionalización de las ortodoxias, así como el entreguismo en cuerpo y alma al imperio. Más vale orientar nuestros pasos guardando el equilibrio en el despeñadero de la existencia, pero a sabiendas que como seres humanos, y a veces demasiado humanos, nuestra vida transcurre dentro de una sociedad a la que no podemos contemplar desde una posición egoísta y cómoda.