Confieso de entrada que la Policía Municipal de Tránsito (PMT) no es de mi desagrado. Tendría que detestarlos porque me han multado en varias ocasiones y suelen ser inflexibles, medio autoritarios y de poco diálogo. Pero tengo que reconocer que las veces que he caído en sus redes han sido por mi culpa (por mi grandísima culpa). De modo que no me desagradan los muchachos.
No me caen mal por varias razones. En primer lugar, advierto que suelen ser laboriosos. Reconozco que desde muy temprano andan por la calle y no importa el sol, la lluvia, los truenos o los salvajes armados que pululan en sus carros, ellos tratan de poner orden en la ciudad. Son, digamos, una especie de buen ejemplo de mística callejera e institucional. Justo una luz en medio de tanta tiniebla posmoderna.
Me caen bien, además, porque mantienen viva la utopía de la ciudad ordenada. Si no fuera por ellos uno no creería que el orden fuera posible frente a la abundante anarquía (intelectual, ciudadana, familiar y política). La PMT representa el estoicismo y la fantasía por una ciudad mejor. Claro, la locura tiene un precio y ellos también tienen sus mártires y podrían escribir su propia hagiografía.
Finalmente, la PMT es una institución que se ha hecho respetar y ha materializado la idea de autoridad. No han jugado ni a déspotas ni a flor que se dobla y marchita con poca cosa. Han mostrado coraje y dignidad y eso se agradece porque evidencian que las cosas se pueden hacer bien. Uno diría que han sido una «rara avis» en el concierto que desconcierta en nuestros tiempos.
Con todo, como los muchachos parece que no pueden ser perfectos, últimamente la han regado a lo grande. Seguramente han imitado a su papá (el cacique del Municipio) y han mostrado una arrogancia de campeonato, sintiéndose superior a la ley. Todo el bien que han podido hacer están a punto (si no es que ya) de echarlo en saco roto. Ahora sí -según lo que se ha visto- parecían bárbaros comandados por Atila, íconos de la irracionalidad y animales con bajo entendimiento.
Si antes han sido modelo pedagógico para la ciudadanía, los PMT con sus últimas acciones más dan vergí¼enza y lástima. Son digamos, la encarnación de la bajeza a la que puede llegar la condición humana cuando se pierde la razón y aparece el «thanatos» animalesco. Evidentemente siguen siendo íconos, pero de eso a lo que nadie quiere llegar.
¿Cómo se llegaron al barbarismo? Una actitud así no nace de la noche a la mañana. Sin duda, esa reacción es producto de un sentimiento inoculado por las altas autoridades que con sus maneras alejan a los muchachos de la mística original. Esas poses en ellos son imitadas, no nacen de la reflexión, sino del ejemplo de sus jefes que se sienten intocables y súper hombres.
De nada vale ahora (luego de la metida de pata) tanta justificación tratando de tomarle el pelo a la ciudadanía. Lo que conviene ahora es que sean humildes y confiesen que se equivocaron. Si recuperan la sencillez y se muestran fuertes en la adversidad, es posible que todavía tengan credibilidad. No hacerlo constituye un suicidio institucional y la opción ciudadana de agarrarlos a leñazos cuando se las lleven de honorables por las calles. Veremos qué hacen.