Spe Salvi es el nombre de la última Carta Encíclica del Papa Benedicto XVI firmada el 30 de noviembre del año pasado, donde el Pontífice llama a los cristianos a no desesperar y confiar en el plan salvífico de Dios, que siempre está guiado por la caridad, el perdón y la benevolencia.
El jefe de Estado y pastor de la Iglesia Católica en el mundo, cree que vivimos tiempos de desencanto y pesimismo, por eso no duda en invitar a los fieles a no quitar los ojos al crucificado que, desde su sacrificio, pide no desfallecer ni desanimar aunque todo parezca adverso. El optimismo al que invita su Santidad no es el que se origina desde la fantasía o la irrealidad, sino desde la confianza de quien se siente hijo de Dios y, por tanto, amado y consentido por ser parte de «los benditos del Padre».
Encarnar la esperanza en la vida cotidiana es uno de los mayores desafíos de los cristianos y el principal testimonio frente a un mundo cada vez más increyente y suspicaz. De poco sirve predicar al Salvador del mundo, si el rostro del profeta no trasluce felicidad, confianza y alegría de sentirse él mismo salvado por Dios. Si hay algo que impide a muchos acceder a la fe es la cara de esos predicadores aburridos, tristes y con falta de energía que contradice el mensaje que proponen.
Los predicadores tendrían que practicar frente a un espejo para contrastar la alegría del mensaje evangélico con esa cara de condenados en vida que presentan ante sus oyentes. La esperanza tiene que llenar todos los rincones de la religión cristiana: sus predicadores, sus iglesias, sus cantos, sus oraciones y hasta las posturas de sus cuerpos. Los templos, por ejemplo, deberían ser lugares que inviten a la oración y sus símbolos una invitación perenne a la alegría. Sin embargo, algunas iglesias son la antesala al purgatorio y el lugar perfecto para reflexionar en las postrimerías.
Los cantos con frecuencia son también una invitación perfecta para ponerse a llorar. Algunos compositores religiosos parecen traumados por alguna mala experiencia infantil y transmiten sus sentimientos de dolor a través de cantos lacrimógenos que son más para enfermos que para jóvenes que quieren tener una experiencia vital con Dios. Las letras de los cantos también son toda una invitación a la negación de la autoestima por sentirse el cristiano un pobre diablo, un desvalido y un miserable («yo no soy nada», dice un canto) frente al Creador.
Como decía, el mundo necesita del testimonio de los cristianos que evidencie la esperanza. Es buena una Encíclica, pero más la presencia de creyentes que se muestren felices y contentos por una vida con significado. El valor de semejante estilo de vida es enorme porque constituye una luz en las tinieblas de un mundo triste y sin horizonte. La mayor tragedia de nuestros tiempos es la desaparición de la esperanza que no es sino la pérdida del alma que imprime vida y aliento a la existencia. Sin esperanza, simple y sencillamente, estamos fritos.
Es esa desesperanza la que nos lleva a refugiarnos en sucedáneos y en algo que le dé sentido a la vida. ¿O no es ese el grito de tantos jóvenes consumidos por la droga, el alcohol, el desenfreno sexual y tantas formas de fundamentalismo? Es ahora que los cristianos tienen que mostrar la madera de la que están hechos, sus sentimientos más hondos y la autenticidad de su fe… lo demás es pura paja.