Tarde o temprano el Estado guatemalteco tendrá que aceptar la inevitable responsabilidad de integrar dentro de sus políticas públicas más importantes la política poblacional. Actualmente somos casi 6 mil millones de seres humanos en el planeta y la explosión demográfica está generando una serie de problemas como la carísima y desproporcional producción de alimentos, escasez de empleo, deterioro del ambiente, déficit en los servicios de salud y educación, por lo que algunos avizoran fuertes convulsiones sociales principalmente por los precios inalcanzables de los productos más esenciales para lograr la sobrevivencia.
Hasta ahora, lo paradójico en Guatemala ha sido que la sobrepoblación nos ha traído magníficos dividendos económicos a consecuencia de la emigración. Los 4,100 millones de dólares por concepto de remesas familiares ha sido el factor fundamental para nivelar esa balanza comercial deficitaria que hemos mantenido durante varios años. Pero el anuncio del cierre de esa válvula de escape lo ha hecho la nueva ley de migración norteamericana que se estará instaurando después las elecciones presidenciales de Estados Unidos. No hay que olvidar que Europa también se está cerrando a la inmigración. Entonces la pregunta obligada resulta ser, ante las nuevas circunstancias migratorias, la precariedad del ambiente y el altísimo costo de vida, será que nos conviene mantener los niveles actuales de la taza de natalidad de nuestro país. La respuesta es bastante obvia. De hecho, antes que los factores adversos arriba mencionados se agudicen, la voz de alarma de la hambruna en Guatemala se ha dado ya.
En lo personal, considero que Guatemala está obligada a iniciar una nueva transición demográfica, muy distinta a la época en que subieron las expectativas de vida a causa de los descubrimientos médicos que lograron bajar la taza de mortalidad infantil y la general, distinguiéndose la actual como el inicio de la curva de descenso de la natalidad a causa de los problemas deficitarios de empleo y alimentos y la crisis energética que empezamos a padecer. La disminución de hijos se convierte en una de las nuevas estrategias de sobrevivencia de las sociedades. Uno de los problemas más agudos de Latinoamérica es el que el crecimiento poblacional no se ha ligado a una política de crecimiento del empleo. Naturalmente que el camino para mejorar la calidad de vida en nuestro país no se basa únicamente en el decrecimiento poblacional, también se necesita una mejor administración de la naturaleza y elevar la cobertura y la calidad educativa de nuestro país.
Pero las políticas económicas y sociales de desarrollo ya no podrán ir desvinculadas de las poblacionales. Guatemala no es un país territorialmente extenso y también por las razones antes mencionadas se hace necesario regular el crecimiento. Soy católico, y no estoy fallando cuando los miles de niños sin hogar que deambulan por las calles y la evidente realidad de mi país me obligan a afirmar la necesidad de aplicar políticas de planificación familiar. Al paso que vamos y en muy poco tiempo, no habrá Estado alguno, mucho menos iglesia, que pueda encargarse de toda esa población infantil defenestrada por la miseria. A pesar de nuestra grotesca realidad, soy de los que piensan que las políticas de planificación familiar no deben ser impuestas, deben darse de una manera libre pero muy bien informada, correspondiéndole al Estado la promoción de campañas intensas de información de los distintos métodos existentes de planificación familiar obligadamente disponibles en todos los puestos de salud del país. Por supuesto, sin incluir el aborto. En conclusión, o empezamos a controlar la natalidad en Guatemala o le apostamos, entre otras cosas, al deterioro de la naturaleza, al desabastecimiento generalizado de agua y alimentos, y por lo tanto, a un incremento pavoroso de la violencia.