En «Mil y Una Muertes», de Sergio Ramírez, publicada en 2004, la narración tiene elementos multi-locales que empujan imaginariamente la representatividad hacia una topografía más amplia, y a sus personajes hacia una subjetividad post-nacional. Las funciones heterotópicas son reconocibles, pero no se limitan al espacio cronotópico primordialista de la Nicaragua somocista/sandinista. De manera similar, la penúltima novela de Gioconda Belli, «El pergamino de la seducción» (2005) trata del romance de Juana la Loca con Felipe el Hermoso. Belli, también nicaragí¼ense, puede representar las intrigas de palacio y las conspiraciones políticas como responsables de la locura de la reina, o recrear una Juana erótica inmersa en un melodrama de tragedia sicológica, pero reinscribe el espacio de lo afectivo fuera de las asociaciones que habían fijado la relación entre identidad, cultura y nacionalidad. Del ángulo que se le quiera ver, estamos ya bastante lejos de la textura cotidiana representada en «La mujer habitada» (1987), que ataba las estructuras de lo afectivo al espacio, tiempo, memoria e ideología en el proceso de narrar la concientización de una mujer burguesa encuadrada en el ámbito nicaragí¼ense, que se convierte en militante sandinista y posteriormente en mártir de la causa luego de caer en acción.
Esta mención emblemática de ciertas topografías de la novelística centroamericana contemporánea nos permiten introducir la base de nuestro argumento. Durante buena parte de la segunda mitad del siglo XX, las representaciones identitarias problematizadas en las textualidades del Istmo estuvieron atadas a la constitución de lo nacional y a la creación de un Estado moderno, fijando la representatividad de los sujetos en un estrecho modelo que posicionaba todo aspecto identitario dentro de un parámetros unívocos de nacionalismo utopista a los cuales de manera general se llegaba, al menos imaginariamente, por la vía guerrillera.
Sin embargo, a partir de finales de los años 80, donde se combina en la región el inicio de la era globalizada con el fin del período guerrillerista, tanto la representación topográfica como la de las identidades textuales se transforma. De pronto, los sujetos literarios comienzan a residir en heterogéneos espacios diferenciados de su atribuida nacionalidad de origen, y se reinventan a sí mismos como individuos de la más variada índole que intentan forjar comunidades transnacionales que desnaturalizan los viejos discursos nacionalistas de autenticidad, como sucede con el fotógrafo Castellón, o bien la reina Juana de España. En estos textos, sujetos que antes estaban enraizados en representaciones locales simbólicas que connotaban nacionalidad, ahora aparecen insertos en disímiles y heterogéneos espacios donde intentan reciclar los fragmentos remanentes de su memoria cultural para reconfigurar algún nuevo tipo de identidad post-nacional.
En este trabajo, intento un primer acercamiento a estas representaciones examinando las últimas novelas de Sergio Ramírez. Entendemos, desde luego, que ésta no es una crítica al individuo llamado «Sergio Ramírez» que se encuentra fuera del texto y lo precede, problematizando los flujos normalizantes y las resistencias reactivas, sino más bien a los mecanismos que delimitan las condiciones de posibilidad de cierto tipo de textos por encima de otros, o bien circulan ciertos modelos escriturales por encima de otros en espacios transnacionales.
En la región centroamericana, una de las consecuencias colaterales de las fuerzas globalizadoras fue la creación de mercados literarios regionales dominados por corporaciones editoriales globalizadas que rompieron los viejos esquemas nacionales de producción cultural. Su irrupción desplazó la posibilidad de circular localismos imaginarios como dimensión de la literariedad. La dimensión global de las editoriales que coparon el mercado regional subrayó la necesidad de disciplinar las memorias o adherencias afectivas que caracterizan las subjetividades locales dentro de un espacio translocal, en el cual lo territorial es ordenado, normativizado y reproducido como legible dentro de los espacios regulados por el nuevo orden transnacional.
Como resultado de lo anterior, en Centroamérica, ese papel transgresivo que jugó la textualidad durante el período guerrillerista ha cedido lugar a una producción que se amolda más a los parámetros de entretenimiento transnacional. En estas narrativas es posible observar cómo los sujetos otrora enraizados en representaciones simbólicas locales reciclan su memoria cultural para reconfigurar identidades translocales. Los espacios afectivos conducen a una «memoria emocional,» fenómeno que forma parte del proceso de constitución de la imaginación social. Es no sólo una reconstitución de la memoria y del deseo, sino una vía multidireccional para articular respuestas reflexivas acerca de los acontecimientos del presente, a manera de construir un ethos alternativo. Lo anterior es importante si consideramos que, actualmente, la mayor parte de la producción literaria centroamericana se da fuera de las topografías regionales. Si la articulación de la memoria por medio de los elementos imaginario-simbólicos que conllevan a la escritura cumplió una función particular que enfocaba el espacio de lo nacional en el período anterior, en el presente translocal el espacio ya no aparece como fijo, confinado dentro de parámetros nacionales, sino como una serie de paisajes o topografías apiladas en la memoria del sujeto que cumple la función narrativa. Las fronteras ya no denotan la caída al vacío no-nacional, sino la entrada a nuevos espacios etnoterritoriales que dinamiza la transformación del sujeto de la narración de uno nacional enclavado en la modernidad a uno transnacional que se reimagina a sí mismo interpretando el papel de sujeto post-nacional.
Posiblemente el mejor lugar para explorar este fenómeno complejo que forma parte de un conjunto de procesos más amplios, sea en la producción narrativa de Sergio Ramírez. Al ganar el premio Alfaguara de 1998 con «Margarita, está linda la mar», Ramírez se convirtió en el novelista centroamericano mejor conocido en el mundo hispanohablante. Una rápida mirada a «Margarita, está linda la mar» en efecto nos indica lo que ha cambiado. La novela narra un extenso período de la historia nicaragí¼ense, desde el día en que Rubén Darío vuelve a su patria en 1907 y le escribe un poema a Margarita Debayle en su abanico, hasta el asesinato del dictador Anastasio Somoza García en 1956, quien está casado con Salvadora Debayle, la hermana de Margarita. Aunque la novela sigue de cerca los eventos históricos, la política ha quedado reducida a un mero elemento de la trama, a diferencia de «Â¿Te Dio Miedo la Sangre?» (1977), que cubría un similar abanico histórico-desde 1930, cuando el coronel Catalino López fue emboscado en un cine por una columna del general Pedrón Altamirano, combatiente de Sandino, hasta 1961, cuando Bolívar lleva de vuelta a Nicaragua el cuerpo de su padre, el Indio Larios. Sin embargo, en la novela pre-revolucionaria, era el accionar político transgresivo el que proveía el momentum narrativo. De éste surgía una hegemonía ideológica que interpelaba a los personajes y los transformaba en sujetos identificados con la formación discursiva nombrada por el novelista. El sujeto le confería así autoridad al imaginario nacional constituido por el vínculo con la lucha sandinista, que rompía el proyecto de estado-nación somocista que regulaba la vida pública. En consecuencia, la dimensión política del lenguaje discursivo llegaba a subvertir hasta al lector, al cual el texto invitaba a romper el carácter normativo del estado, ubicándole formas alternativas de sociabilidad y de reconstitución imaginaria de la comunidad.
En «Margarita, está linda la mar», por el contrario, pese a las preparaciones para el asesinato de Somoza narradas en forma de thriller, y que proveen la dinámica que mueve la trama, dominan discursivamente las soberanías móviles de los personajes como sujetos constituidos al margen de cualquier orden político. Mientras preparan el desenlace, conversan acerca de Darío, cuya memoria activa y legitimiza la autoridad del imaginario social que forja la identidad y la complicidad de los conspiradores. Pese a que lo que está a punto de ocurrir en la trama es un asesinato político, la política misma no es sino trasfondo para el flujo evocativo del anecdotario dariano, o bien de los haceres científicos y bohemios del sabio Debayle, en compañía del poeta. Esto crea espacios que pese a su naturaleza heterogénea se diluyen en un horizonte espacial plano que anula la separación de casi 50 años entre los episodios de la trama. Ese discurso espacializado que amalgama ambas narrativas le hace sombra a los detalles específicos del asesinato, y niega todo efecto político/transgresivo del mismo. La gesta se transforma en mero elemento anecdótico para avanzar la trama, manteniendo un alto nivel de suspenso pero sin problematizar sus implicaciones, ni transgredir la normatividad contemporánea postnacional. Agarrándose de su colorido reparto de personajes, el texto mitifica no sólo el pasado dariano sino también el pasado somocista. Ambos sirven tan sólo para reciclar la memoria cultural en torno a los orígenes de la nicaragí¼eñidad como identidad translocal que no sólo la desterritorializa, sino también la deshistorifica, paradójicamente en una novela histórica. Es como si los conspiradores, confrontando una fractura identitaria, sólo pudieran regenerarla por medio de la memoria cultural. Su propia acción no los lleva a pensar alternativas políticas para la reconstitución de la nación. La reemergencia de las memorias culturales enterradas bajo la memoria histórica de la dictadura y el imaginario social que conlleva el presente temporal de la narrativa como experiencia cotidiana, estimulan los residuos lúdicos y libidinales no satisfechos por el imaginario social. Sin embargo, esos mismos aspectos distancian al lector del evento político que requeriría de una imaginación radical enraizada en un imaginario utopista para motivar la entrega de los conspiradores. En «Margarita, está linda la mar», estos actúan más bien como veteranos de guerra contando pícaras anécdotas libidinales como si ya hubiera pasado el auge del conflicto, y no como si estuvieran a punto de actuar, y de sacrificar sus vidas, por una causa. Ese desfase evidencia la sutura entre motivaciones contrarias tras el proceso escritural: por un lado, problematizar los pliegues políticos de la historia local, por el otro, entretener a lectores ubicados en una perspectiva postnacional en la cual la idea de transgresión o de territorialidad existe sólo como mecanismo de consumo lúdico arbitrado por el flujo global, a quienes el texto les ofrece minimalistas sabores exóticos para su moderado consumo.